9.6.07

II Certamen de Divulgación Científica 'Teresa Pinillos'

Vaya por delante que nunca, jamás, he considerado un premio literario/divulgativo/ensayístico como una evidencia irrefutable de la calidad de un texto. Si acaso, sirve para enorgullecer al sujeto premiado, para hacer mayor aún su egolatría y que se considere superior al resto. Pero no ofrecen la seguridad de que lo etiquetado como 'premiado' o 'finalista' o 'ganador' sea algo extraordinario. La de ser jurado es una labor dificil; si hay un nivel general bastante alto, casi eliges a voleo, porque es complejísimo distinguir entre excelencias; de lo contrario, si los textos presentados son horribles, la tarea es sencilla, pero el texto seleccionado no demuestra ser bueno, sino simplemente, que supera por pelos la mediocridad.

Y esto es lo que creo ha sucedido en mi caso. Allá por 2005, en un momento de fiebre escritorzuela sin parangón en mi vida (llegaba a redactar un artículo y un relato por semana, aunque la mayoría no veía nunca la luz...), tropecé con un concurso de divulgación científica organizado por la Universidad de la Rioja. Como la temática era libre (lo cual considero una bendición ya que casi todos los certámenes de ese tipo se ciñen a un asunto en concreto, a veces, demasiado concreto...), y en ese momento acababa de escribir un borrador de un libro de Astronomía sobre el Sol, decidí participar.

El artículo (que publico a continuación) fue escrito en un par de horas (me sabía la vida del Sol de memoria...), mientras escuchaba un par de discos de Led Zeppelin, combinados con unas piezas para arpa... . No me supuso trabajo alguno, y lo envié al concurso más que nada por probar, porque tras una lectura atenta, me di cuenta que tenía algunos fallos. Además, esa personalización del Sol al final del artículo me parecía un poco absurda. Sin embargo, tenía cierto nivel divulgativo (para quien no tiene práctica, no es sencillo condensar toda la historia del universo, del Sol y de la vida en la Tierra en unas dos mil palabras, y además hacerlo de forma inteligible), por lo que en marzo de ese 2005 lo puse dentro de un sobre y lo introducí en un buzón. Casi en ese momento, me olvidé de él.

En el verano del 2006 me llegó una carta asegurándome que el artículo había sido seleccionado como finalista del II certamen "Teresa Pinillos" de divulgación científica. Habían sido presentados 45 ensayos, por lo que teniendo en cuenta que el mío fue escrito en lo que dura una película y que apenas sufrió modificaciones, además del hecho de era la primera vez que enviaba algo mío a un concurso, estar entre los diez mejores es casi un resultado inmejorable. Pero, repito, si entró como finalista fue porque, estoy seguro, los otros trabajos no eran de lo mejorcito de la divulgación española.

Hace un par de semanas recibí un librito de la Universidad de la Rioja en el que aparecían publicados los diez textos seleccionados. Me hacía gracia ver el mío, entre los artículos de licenciados en matemáticas, biología, química. Ellos, doctorandos, investigadores, con docenas de publicaciones científicas, expertos en sus respectivos campos: yo, un sencillo estudiante de Filosofía de la UNED, sin licenciaturas no demás óstias académicas (con algo de suerte aprobaré este primer curso, sin ninguna holgura...), sin tesis doctorales ni investigaciones internacionales.

Me pregunto si, de haber escrito un texto mucho más elaborado, de haberme esforzado un poco más, quizá hubiese ganado el primer premio (ofrecían unos 600 euros). O quizá no, quizá si hubiese puesto todos mis sentidos en escribir algo maravilloso, estimulante y perfecto, tal vez hubiese pasado desapercibido. De ahí que dijera, al principio, que estos premios no significan nada. Pero, aunque así sea, siempre se agradece ver tu nombre en la portada de un libro, y que gente con la que no tienes relación alguna aprecie tu trabajo (en este caso, tu diversión). Y ello, claro está, te anima a seguir, a mejorar. Aunque no para ganar, no, ello nunca, porque pensar así sería el principio del fin.

Uno debe escribir (novelas, divulgación, filosofía, diarios, blogs, libros de cocina... lo que sea) porque hay algo dentro de él que debe salir. Los premios, desgraciadamente, nunca valoran eso.

'Una estrella para el futuro'



El Sol ha sido la base de la evolución de la vida en la Tierra. Sin él nada estaría hoy vivo. Su historia es bastante sencilla, y de ella se desprende que si queremos sobrevivir en este mundo, dadas nuestras necesidades de energía, deberemos dirigir nuestros esfuerzos a extraer de su luz el máximo rendimiento posible. La energía procedente del Sol es la energía del futuro.

Destellos de luz inundaban por doquier el espacio galáctico. La mayoría de astros que existían por aquel entonces, en la infancia más tierna del Universo, eran de gran envergadura, gigantes de gas que se habían autoalimentado gracias a la recién formada y abundante materia. Nacían como colosos gaseosos, pero un coloso requiere mucho alimento, y las despensas estelares que cada uno de ellos poseía en su interior menguaban pronto. Cuando, privado del necesario combustible para proseguir su existencia el coloso reparaba en la inexistencia de recursos, se encerraba sobre sí mismo y sufría un atroz colapso, expulsando al espacio toda la materia que durante millones de años había ido formando en su seno, en un cegador destello de proporciones cósmicas.

Esta materia expulsada vagaría lentamente por entre los demás colosos, los cuales tarde o temprano seguirían la misma suerte. Los destellos luminosos, visibles desde los confines más alejados del joven Universo, eran como los fuegos artificiales que anunciaban el fin de una era y el comienzo de otra. A partir de ese momento los astros serían diferentes. Menos grandiosidad y más longevidad. Iban a formarse astros pequeños, con despensas reducidas pero mínimo consumo, los cuales podrían brillar y mantenerse estables a través de los largos eones de tiempo.

La materia expulsada por los colosos enriqueció difusas nubes de gas que se hallaban entre los brazos espirales de la Vía Láctea, recién aparecida en el escenario del Universo. Una de tales nubes había estado arremolinando gas y polvo durante mucho tiempo, y sólo necesitaba una nueva andanada, un nuevo estallido cercano para que su onda de choque comprimiera sus materiales y los calentara hasta hacerlos brillar. Para ello se requería un último coloso en explosión, la precisa aportación de energía para que la chispa prendiera.

Ello tuvo lugar hace unos cinco mil millones de años. La nube de gas y polvo en rotación aumentó espectacularmente su temperatura central, hasta que en un instante mágico alcanzó los quince millones de grados, y de su núcleo salieron las primeras partículas de luz, que iluminaron el espacio circundante, el cual había vivido en tinieblas desde tiempos inmemorables. Así nació una estrella llamada Sol.

De su aparición el Sol primitivo sólo conservó jirones de gas, que poco a poco se desprendían de él, como la crisálida se desprende de la nacida mariposa. La vida posterior del Sol fue un largo proceso de estabilidad, únicamente roto por ocasionales estallidos de actividad frenética, como violentas erupciones de gas y grandes y brillantes llamaradas, que rompían el transcurrir tranquilo del Sol. Sin embargo, el Sol no nació solitario; con él aparecieron una serie de cuerpos heterogéneos, producto de los restos de la formación de la estrella. En unos casos se desarrollaban mundos de gas, enormes y majestuosos, situados a gran distancia; en otros, mundos pequeños de roca, casi como pedruscos en comparación con los otros, la mayoría anclados cerca del astro principal. Se les llamó planetas (figura 1).

Los planetas, además de variados en tamaño y composición, también lo eran en muchos otros aspectos. Realmente no había dos planetas iguales, ni por cuestiones orbitales, ni físicas ni geológicas. Había unos pocos de ellos que ocultaban su superficie a la vista, como recelosos de ojos ajenos, y por el contrario otros dejaban al descubierto cualquier detalle. En poco tiempo, la familia del Sol se convirtió en una generación planetaria tan variopinta que muchas otras familias estelares sintieron cierta envidia. Aquella estrella amarilla corriente había conseguido una prole bien provista, en cantidad y en calidad.



Figura 1: la familia planetaria del Sol; la estrella (arriba a la izquierda) está acompañada por cuatro planetas interiores (Mercurio, Venus, Tierra y Marte, el primer arco de imágenes) y cuatro planetas gaseosos gigantes (Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, segundo arco de imágenes) y Plutón (arriba a la derecha). (NASA)

Por alguna razón hoy ignorada, hubo planetas que se mantuvieron estériles desde su origen, vacíos de cualquier representación de vida. El Sol hizo lo imposible por dotar de tan alta cualidad a sus descendientes; los grandes mundos habían absorbido todo el material solar gaseoso residual, que era mucho, y con descargas eléctricas descomunales, rayos y centellas procedentes de las altas atmósferas planetarias, se intentaba por todos los medios dotar del hálito de la vida a las reuniones de moléculas orgánicas, que llenaban el mar de gas en los planetas gigantes. Pero fue en vano. Por su parte, en los planetas pequeños también hubo problemas. Algunos de ellos carecían de atmósfera protectora, y cuando la había era muy tenue, que no impedía la llegada a la superficie de radiaciones cósmicas dañinas. En otros casos era tan espesa y densa que el calor del Sol nunca se perdía, con el resultado de un planeta achicharrante, capaz de fundir los metales más consistentes.

El Sol insistía una y otra vez, pero parecía que la vida no arraigaba. Hasta que, en un momento dado, en un planeta en principio no más prometedor que otros, sucedió el milagro. El mundo, el tercero desde la estrella, estaba a una distancia apropiada, era relativamente grande, con una atmósfera aceptable, y tenía amplias zonas recubiertas de un elemento líquido que tal vez podía ser útil para que la vida finalmente echara raíces.

Y así sucedió. Las moléculas orgánicas de los mares poco profundos del planeta, llamado Tierra, consiguieron gracias a las radiaciones que llegaban del Sol y los relámpagos del planeta unirse en una forma de vida primitiva y simple; algas microscópicas compuestas de una sola célula. Estas algas podían hacer copias de sí mismas, y en poco tiempo las charcas y mares someros de la Tierra albergaban toda la base biológica del planeta, que iba a desarrollarse lenta y trabajosamente durante los siguientes millones de años. Los seres unicelulares se agruparon en grandes colonias de células, con nuevas funciones y características, que les permitieron adaptarse mucho mejor al ambiente acuático. Los peces más primitivos aparecieron hace unos seiscientos millones de años, a los que siguieron las plantas de tierra firme, los insectos, anfibios, reptiles, árboles y finalmente las aves. Durante más de dos mil millones de años no hubo en la Tierra nada más que algas y bacterias flotando en húmedos estanques, pero en cuanto llegaron las demás formas de vida, la evolución biológica inició un despegue espectacular, produciendo una enorme variedad de cosas vivientes. A partir de estas pudieron desarrollarse los grandes animales, tanto en tierra firme como en el medio acuático, como dinosaurios y cetáceos. La extinción de los primeros por grandes cataclismos venidos del espacio en forma de asteroide y en la propia Tierra por la emisión de gigantescas cantidades de lava que abrasaron una superficie varias veces superior a la de la Península Ibérica, favoreció a unas tímidas y peludas criaturas de sangre caliente, los mamíferos. Algunas de ellas colonizaron los árboles tras varios millones de años de adaptación, dando lugar posteriormente a los primates. De una rama concreta de los primates aparecieron unos seres peculiares, sin características físicas destacables, pero con cierta inteligencia, mucho mayor de la de los demás parientes simiescos. Pronto aprendieron a controlar las llamas y hogueras, a utilizarlas para cocinar alimentos y ahuyentar animales. Más tarde fueron capaces de formar tribus, colonias de primates que se reunían para mantener lazos afectivos y ayudarse en tareas domésticas. Iban de un lugar a otro, en busca de comida y cobijo, y para cuando enterraron a sus semejantes y comprendieron el significado de la vida y la muerte, se convirtieron en seres humanos. El Sol, a ciento cincuenta millones de kilómetros de distancia, vio con satisfacción que la vida había tomado conciencia de sí misma. Su familia podía enorgullecerse, la inteligencia tomaba las riendas en un mundo en que hasta ese momento todo había sido consecuencia del destino y de procesos naturales.

A velocidad de vértigo se sucedieron las distintas generaciones de seres humanos; pocos en un principio, se fueron reproduciendo sin cesar. Las condiciones climatológicas, las cuales eran generalmente bastante adversas, cambiaron de súbito durante un periodo de tiempo indefinido, y los seres humanos empezaron a creer en su buena suerte. Mejoraron las condiciones de vida, aprendieron a sembrar los campos, ocuparon enormes extensiones de tierra firme, colonizándolas y transformándolas para su beneficio y bienestar. Las tribus se convirtieron en colonias, y las colonias en poblados. El uso de fuentes de energía cada vez más rentables posibilitó un avance sin precedentes; los seres humanos ya eran capaces de obtener todo aquello que quisieran. Alimentos, materias primas para construcciones, armas, ropajes, todo salía de la tierra, de un modo u otro. Los humanos también se iniciaron en el arte de la tecnología, construyendo artilugios y cachivaches rudimentarios al principio pero instrumentos perfeccionados poco después, que sirvieron para aumentar aún más si cabía la producción y el bienestar. La evolución de la inteligencia era a todas luces mucho más rápida que la evolución biológica. El Sol vio con asombro cómo aquellos seres que hacía un microsegundo saltaban alegremente de árbol en árbol habían conseguido edificar enormes construcciones de metal y vidrio que rozaban las nubes del cielo. Expandidos por todo el planeta, los humanos no tenían limitación alguna. Superando cualquier otra forma de vida jamás vista sobre la Tierra, habían podido colonizar todo un mundo, todo un planeta, para su propia evolución.

Pero el Sol también sufrió; desde la lejanía vio cómo el producto último de la inteligencia consumía mucha materia prima, mucha energía procedente del interior de su planeta en forma de oscuras sustancias orgánicas llamadas petróleo y carbón, y que en última instancia no era sino materia viva pero ahora muerta que se había acumulado tras un enorme periodo de tiempo. La inteligencia ya no sólo usaba la materia para su beneficio; también empleaba la propia vida, tanto viva como muerta. Cada vez había más seres humanos, que en su alto nivel de vida requerían ingentes cantidades de energía; la mayoría, sin embargo, no disponía de ella. Sólo eran unos pocos poblados los que la empleaban con desenfreno. Otros aunque la tenían en su región la cedían gustosamente a los poblados mayores. El Sol no entendía por qué; miraba a esas gentes y las veía mucho más necesitadas de energía que sus vecinos ricos, pero así funcionaban las cosas en ese planeta. Llegaría un momento en que toda esa energía almacenada en la tierra devendría escasa: ¿qué harían entonces los poblados de la Tierra? (figura 2).



Figura 2: el incremento de la necesidad de energía en la Tierra ha sido exponencial en los últimos años; el petróleo sólo será útil durante un siglo, aproximadamente. Pero, ¿luego qué? (A. Baracca)

La inteligencia humana comprendía el origen de esa energía, la cantidad existente y la demanda necesaria; sabía por tanto que en un abrir y cerrar de ojos el fin de esa energía llegaría pronto. ¿Había alternativas? ¿Tenían algún otro recurso a mano que pudiera suplirlas? No. En realidad sí los había, pero no se habían dedicado a investigar suficientemente a fondo la cuestión. ¿Cómo era posible, por qué no ponían todos los medios necesarios para desarrollar la tecnología elemental y así despreocuparse para siempre de problemas energéticas. El Sol de pronto lo comprendió. Había otros motivos, en nada relacionados con la evolución del ser humano como especie, sino en la evolución de poblados, de países concretos. Unos querían crecer al máximo, ser importantes, pero no querían lo mismo para los demás. Mientras la energía procedente de la vida muerta fuera el motor del planeta, esos pocos poblados no tendrían rival, porque esa energía era de ellos. En cambio, la energía que se podía obtener por otros medios era universal, no estaba limitada ni cercada por barreras físicas o por problemas burocráticos o políticos.

El Sol palideció al comprenderlo. La inteligencia humana, que tan arduamente había sido forjada a partir de simples moléculas orgánicas, que tenía tras de sí una historia de cuatro mil millones de años de evolución biológica y quince mil millones de años de evolución cósmica, que tenía sus raíces en el Sol y en la explosión de colosos de gas en los principios de los tiempos, prefería la avaricia y la codicia a la concordia y bienestar de todos los seres del planeta. Ardió de ira, enrojeció hasta arrojar lenguas de fuego y plasma al espacio interplanetario, y entendió que, aunque maravillosa, la inteligencia tenía defectos; algunos de ellos son tan graves que pueden hacerla desaparecer.

Y, sin embargo, la solución a los problemas en la Tierra era sencilla. Una estrella es una fuente inagotable de energía. El Sol enrojeció aún más. ¿A qué esperaban, pues, los seres humanos?