25.12.09

Sentir el infinito



Cuando contemplamos el cielo, vemos el pasado. Es algo que me deja perplejo: es posible ver lo que sucedió hace miles, millones y miles de millones de años, sólo tenemos que observar el Cosmos. Cuando vemos la estrella Polar, estamos en realidad mirando el Universo tal y como era hace 320 años, pues esa es la distancia en años luz que nos separa de la Polar; alguien, en un planeta que orbitara esa estrella, vería la Tierra hace también 320 años, cuando los barcos de vela y los carruajes estaban de moda.

Yendo más lejos, mirando por ejemplo a la Galaxia de Andrómeda, nos remontamos a tiempos inmemoriables; 2 millones de años. Por aquel entonces no había humanos en este mundo, y si alguien en esa galaxia tuviera un telescopio potentísimo no vería un alma humana en todo el planeta; sólo simios vagando de árbol en árbol.

Y cuando nos lanzamos a las profundidades, al abismo negro del infinito, a las mayores distancias conocidas, estamos explorando el Cosmos en su infancia, cuando ni el Sol ni la misma Tierra existían. Si pudiéramos viajar instantáneamente hasta las galaxias más lejanas y mirar hacia nuestra dirección, no habría nada en la Vía Láctea que nos resultara familiar. Sin estrella, sin planeta, sin ningún atisbo de vida reconocible en miles de años luz a la redonda, nos sentiríamos solos, aislados, y desprotegidos.

De modo que mirar el espacio es mirar el ayer, no el hoy. El presente, en realidad, no existe en el Universo; la luz nos informa de lo que aconteció en el pasado; incluso mirando la Luna no la vemos al instante: si explotara ahora mismo, algo bastante improbable, lo sabríamos al cabo de casi 2 segundos. Si el Sol dejara de brillar, no lo percibiríamos hasta después de 8 minutos. Cuando acontece un suceso en el Cosmos, como la explosión de una supernova, la luz, quien nos aporta la información en forma de ondas luminosas, tarda en llegar dependiendo de la distancia a la que se halla el suceso. A más distancia, más tiempo transcurre hasta que sabemos lo que ha sucedido.

El Universo, sutilmente, nos engaña: creemos que todo ocurre en directo, pero las leyes físicas marcan ciertos límites, e incluso la luz tiene que cumplirlos. No importa demasiado, porque ¿qué mas dá si sabemos el ocaso de un astro con miles de años de retraso? Lo importante es ser conscientes de la grandeza de este Cosmos, de su inimaginable antigüedad, de sus fantásticas y sobrecogedoras maravillas, y de que, por mucho daño que podamos hacer, por muy mal que hagamos las cosas, el Universo seguirá ahí, omnipotente, omnipresente, infinito y magnífico, para humillar la arrogancia humana y hacernos ver, de nuevo, que no somos más que una mota de polvo en el cielo de la mañana... .

(Publicado en El Hermitaño el 19 de octubre de 2005)

18.11.09

Conexión cósmica



"Los cielos te llaman, y giran a tu alrededor mostrando sus esplendores eternos..."

Divina Comedia, Dante Alighieri

(Imagen: Pete Lawrence)

28.10.09

¿Por qué?



Nunca sabremos por qué se creó el Cosmos. Nunca entenderemos los motivos, las razones, si es que las hay, que llevaron a algo o a alguien decidir construir todo lo que existe, desde la briza de hierba del jardín hasta las galaxias espirales. Así opina mucha gente; y si no podremos saberlo no será consecuencia de que seamos tontos, que carezcamos de luces, o tengamos un bloqueo mental permanente: no lo sabremos jamás porque, si lo hiciéramos, seríamos Dios.

No hay motivo, tampoco, para devanarnos los sesos en el intento; el Cosmos existe, y punto. Hay que adentrarse en sus dominios, interesarse por sus secretos, sus enigmas, los fenómenos que alberga y la relación que mantiene toda esa gigantesca estructura de materia y vida con nosotros. Y con ello es más que suficiente; querer dar pasos más allá, penetrar en la mente del Creador, es quizá demasiado arriesgado. Quizá ni siquiera tengamos la capacidad neuronal suficiente.

Ahora bien, la pregunta nos tienta, es estimulante, agranda el horizonte del saber y, al menos, ayuda a los hombres y mujeres a entenderse mejor a sí mismos; el intentar comprender por qué motivo existe todo la maquinaria cósmica tal vez sepamos por qué existimos nosotros. Puede caber la posibilidad, incluso, de que no sea imposible saber la respuesta a tal pregunta. ¿Y si Dios no fuera más que un invento, una patraña, una falacia creada por los temerosos y apocados humanos que buscaron en un ser divino y omnipotente la mano capaz de dar forma, color y vida al Universo?. Entonces sí estaríamos en condiciones de conocer el por qué. Pero, ¿hay un por qué?. Si nada movió las leyes naturales, si nada impulsó la Creación, es posible que nos encontremos ante un Universo azaroso y formado a consecuencia de una casualidad, un cúmulo accidental de condiciones físicas y biológicas que han permitido la aparición de la materia y la vida. Así, el Universo es sólo una cuestión de buena suerte.

¿Es suficiente con ello, con quedamos satisfechos con esa 'respuesta'? No, en absoluto, de modo que estamos como al principio: no sabemos por qué existe el Cosmos. Es una de las preguntas que hemos ido haciéndonos desde miles de años atrás, y seguimos en la más absoluta de las ignorancias. Podemos olvidarnos de ella, arrinconarla y pasar a otras cosas, más sencillas o menos comprometidas. Podemos, como hacen unos, dejarla en manos de los textos religiosos, de papa y curas, o podemos, como hacen otros, suponer que no hay respuesta a tal pregunta. En ninguno de los casos llegaremos a ninguna parte.

La opción intermedia es más vaga, más insegura, pero mucho más valiente. Puede que haya un motivo, una razón, una explicación que nos aclare el por qué; si existe, y es asequible para nuestras limitadas mentes humanas, entonces hay que ir tras ella, no por qué nos haga mejores, no porque consigamos un premio o logremos eliminar nuestros problemas, sino simplemente porque, como dijo Friedrich Nietzsche , "quien conoce un por qué puede vivir cualquier como".

(Publicado el 2 de junio de 2006 en El Hermitaño)

27.9.09

Bajo la luz de Hércules



Tumbado. La cara mira hacia el infinito. El cuerpo descansa. La mente vuela.

Finales de septiembre. Hércules corre por encima de nuestras cabezas. Está, en la imaginería astronómica, arrodillado ante Ofiuco (el Serpentario), sosteniendo en las manos un mazo y una rama repleta de frutos. Prosigue sus heroicos trabajos, aunque en el firmamento sus miembros parezcan estáticos y su iniciativa vencida por el tiempo y las distancias.

Demos ahora un pequeño paso hacia fuera (es decir, hacia dentro del Cosmos). Vemos cuatro estrellas (algo débiles todas ellas) que configuran un trapecio central. Representan el abdomen del personaje, de cuyos vórtices parecen partir otros tantas espirales estelares (que simbolizan las tres extremidades y el cuello y cabeza de aquel). Con un poco de imaginación, y si la noche no muere extinguida por las luces que no deberían brillar, podemos formarnos una buena imagen de nuestro amigo de las alturas. Un brazo en alto, en posición de ataque, una pierna apoyada en el suelo, al igual que la otra, y otro brazo más, y ya vemos (concebimos, sentimos, vivimos...) su presencia celestial. Las estrellas que dibujan al hercúleo ser se hallan a un paso de nosotros. Entramos en el escenario, y contemplamos la escena y a los personajes...

Ahora otro paso más. Dejamos atrás astros cercanos. En una de las líneas que unen dos estrellas del trapecio se esconde un objeto muy famoso, distinguido con feos nombres (M 13 o NGC 6205). Se trata de un hervidero de estrellas viejas, lo que los entendidos llaman un cúmulo globular. El enjambre está lejos; tanto que podríamos contar por cada segundo cada kilómetro que nos separa de él y necesitaríamos algo así como mil millones de vidas humanas para terminar el recuento... Se supone que hay cerca de un millón de estrellas alojadas allí, en plena armonía gravitatoria y tan apiñadas unas con otras que, de haber planetas alrededor de algunas, sus cielos nocturnos nunca llegarían a ser tales y mostrarían, por el contrario, multitud de luminarias apelotonadas, luchando por brillar más que sus semejantes. Sería todo un espectáculo; un sol radiante y docenas (o centenares) de otros brillando a su lado tanto como la Luna llena. Me gustaría estar allí alguna vez...

El glóbulo de estrellas nos marca el límite de nuestro entorno galáctico, las afueras de una vasta Vía Láctea y su frontera con otras islas de astros. Cerca de M 13 hay una de ellas (NGC 6207), de aspecto alargado y difuminado, ya inaccesible a la visión humana sin auxilio instrumental. Es una isla portentosa, aunque no sea más que una mancha de luz apenas perceptible; contiene centenares de miles de millones de estrellas. Es tan ancha que para recorrerla de punta a punta a la velocidad de un F-16 necesitaríamos un billón años (casi cien veces el tiempo de vida del propio Universo...). Sus brazos espirales, dispuestos de forma semejante a los de la constelación que la contiene, albergan miles de millones de planetas, algunos recién nacidos, otros próximos a la destrucción. Qué seres, o qué cosas, se arremolinan allí, junto las masas de helio e hidrógeno y las atascos de polvo, es algo que probablemente nunca sabremos. Si pudiéramos acercarnos un poco más...

Nos queda un último escalón a superar, una postrera puerta por abrir: la isla deja ahora paso a todo un archipiélago, un soberbio grupo de galaxias que, combinados siguiendo una coreografía cósmica perfecta, nos enseña el Cosmos a la más alta escala que podemos percibir; el racimo de islas (que algunos denominan Cúmulo de Hércules) está dominado por miembros esferoidales, compactas y densas en astros, que parecen presidir el cúmulo y organizar el tinglado galáctico. A su vera aparecen las espirales, graciosas y bien parecidas, que dotan de belleza al sistema, mientras que en ocasiones florecen galaxias de aspecto amorfo, casi deforme, como hijas fallidas de una cópula con progenitores monstruosos. Cada nube de gas y estrellas que forma el grupo tiene tanta materia como nuestra querida Vía Láctea, y es tan prometedora como ella en vida y civilización. Es una lástima que sus ecos inteligentes ni sus canciones alcancen nunca la Tierra y sus oídos gigantes en forma de radiotelescopio... O quizá algún día... Quién sabe.

Me duele el cuello. Mis ojos pierden visión y noto la espalda agarrotada. Hace frío. Es hora de la cama. Cierro la hamaca, recojo los prismáticos y digo adiós. ¿Habrá alguien que, sobre la arena de un mundo lejano, divise astros y galaxias y medite quién (o qué) se arrincona entre el espacio vacío? Debe haberlo. No, lo hay, seguro.

O no. ¿La inmensidad y el espacio eterno vacíos para siempre, entonces? Hércules se agita en su lecho, sacude su maza y mira al serpentario. No puede ser. Ahí hay algo... y alguien.

Brindemos, pues. El encuentro, el hallazgo y la victoria están cerca.

21.7.09

Cuando llegamos allí



Entonces apenas sabíamos nada.
Era un reto arriesgado; una locura racional.
El sueño era milenario; la posibilidad real, una quimera.
Pero hace cuarenta años fue hecho realidad.

Ignorantes, osados, incluso temerarios.
Nos lanzamos al océano de espacio vacío.
Fuimos allí, palpamos la tierra nunca hollada.
Y regresamos para narrar la épica vivida.

Pero aquello, cuatro décadas atrás, sólo fue el principio.
La amiga de rostro luminoso continúa aguardando.
Porque seguimos ansiando pisar el polvo de otro mundo.
Volveremos a ella, e iremos mucho más allá.

La Aventura (el Cosmos) no ha hecho más que empezar.

19.6.09

Año Galileano

ANTEOJO ASTRONÓMICO.

Combinación de dos lentes que sirve para ver objetos lejanos y para refutar a Aristóteles.

“El firmamento es eterno, inmutable y sin origen”, había decretado el sabio de Estagira. Galileo se limitó a dar tres conferencias ante mil personas sobre la estrella nueva aparecida en la constelación de la Serpiente. La disputa se exacerbó cuando empezó a escrutar el cielo con su anteojo y a encontrar cosas raras. Primero descubrió las fases de Venus, e hizo notar que ese hecho era la mejor prueba de la hipótesis copernicana. Luego descubrió los satélites de Júpiter, que si bien constituían otra prueba de esa hipótesis eran filosóficamente absurdos: según los aristotélicos un cuerpo en movimiento no podía ser centro de otro movimiento.

El matemático y astrónomo Clavius, de Roma, expresó con sobriedad su opinión sobre el descubrimiento: “Me río de los pretendidos acompañantes de Júpiter”. Otros peripatéticos, más conciliadores, afirmaron que quizá el instrumento mismo producía los satélites; Galileo ofreció diez mil escudos al que fabricara un anteojo tan astuto. La mayoría de los aristotélicos, sin embargo, se negó en redondo a mirar por el tubo, asegurando que no valía la pena buscar semejantes objetos celestes, ya que Aristóteles no los había mencionado en ninguno de sus volúmenes.

En una carta a Kepler decía Galileo: “Habrías reído estrepitosamente si hubieras oído las cosas que el primer filósofo de la facultad de Pisa dijo en mi contra delante del Gran Duque, y cómo se esforzaba, mediante la ayuda de la lógica y de conjuros mágicos, en discutir la existencia de las nuevas estrellas”.

Ernesto Sábato, "Uno y el Universo", 1968.

1.6.09

Falibilidad científica

"Si actualmente se considera que Ptolomeo estaba equivocado en cuanto alguno de sus dogmas fundamentales, ¿no resulta un tanto ingenuo aceptar ahora todo
lo que dicen los científicos modernos?
"

Michel de Montaigne, "Ensayos".

16.5.09

Reflexiones sobre civilizaciones extraterrestres

La vida nace de las estrellas. Formamos parte de todo el proceso de creación de una manera mucho más trascendental de lo que nos imaginamos. La materia de que estamos hechos vagó lentamente durante millones de años en el espacio que circundaba al Sol antes de arremolinarse en un planeta pequeño y rocoso, el tercero desde la estrella principal. Con el tiempo, esa materia se vio inmersa en procesos químicos y físicos que le llevaría a constituir la vida. Y, más tarde, la vida tuvo la suerte de transformarse en inteligencia y, aún después, en conciencia y conocimiento. Viendo así la cuestión, no parece demasiado complicado que estos mismos hechos se hayan repetido en otras partes. Al menos, hay bastante seguridad en que los primeros pasos descritos puedan ser habituales en el Cosmos, pero ¿y los últimos?. ¿Es normal encontrar civilizaciones inteligentes y tecnológicas como la nuestra, o somos una especie extraordinariamente insólita?

No se puede responder aún a esta pregunta, lógicamente, dado que no tenemos datos que puedan apoyarla o rebatirla. Debemos especular, por lo tanto, y cuando especulamos entramos en un terreno poco firme, de mucha amplitud y escasa objetividad. Ello ha hecho que los grandes científicos que se hayan ocupado de esta cuestión hayan tenido opiniones muy divergentes, incluso hasta radicalmente opuestas-

Aquí no voy a discutir acerca de si las civilizaciones como la nuestra o más avanzadas son posibles. Daré por sentado que así es, dado que, en mi opinión, pese a que para la aparición de la inteligencia similar a la humana haya sido necesario todo un rosario de hechos casi casuales y arbitrarios, esos mismos hechos vistos desde otro prisma no parecen ser tan fortuitos o accidentales. Es cierto que hay motivos para suponer que un pequeño cambio en la evolución de la vida terrestre habría imposibilitado la inteligencia, pero creo que, más tarde o más temprano, ello hubiera sucedido; tal vez dentro de unos cuantos millones de años, o más, pero con el tiempo habría llegado la inteligencia y, con ella, la consciencia y la tecnología. De modo que supongamos que la inteligencia surge, más o menos espontáneamente, en muchos mundos diferentes a la Tierra, aunque para ello deba transcurrir un enorme periodo de tiempo. Así las cosas, preguntémonos por qué motivo otras civilizaciones no hay llegado a la Tierra y han establecido contacto con nosotros, si resulta que hay tantas y algunas de ellas, por lógica, son más evolucionadas que la nuestra y han desarrollado ya mecanismos e ingenios espaciales para el viaje entre las estrellas.

Antes, sin embargo, detengámonos ante la idea de extrema insignificancia temporal que constituye el ser humano. Es muy utilizado el clásico “calendario cósmico”, que representa, en un año, todo el intervalo de tiempo que abarca desde el inicio del Universo hasta la actualidad. Corresponde, en total, comprimir unos 15.000 millones de años en 365 días. A esa escala, cada 24 días del año equivale a unos mil millones de años de tiempo real, cada día a unos 40 millones de años, y un solo segundo del calendario serían 475 años reales. Según esto, el Big Bang, el origen del universo, sucedió lógicamente el 1 de enero. Nuestra galaxia, la Vía Láctea, no apareció hasta los primeros días de mayo (figura 1), y el Sol no existió hasta el 9 de septiembre. El planeta Tierra apareció unos días más tarde, y un mes después las primeras formas de vida primitiva nadaban por los recién formados océanos terrestres. Hasta un mes después (15 de noviembre) no hubo células con núcleo, y fueron necesarios otros 30 días más para que los gusanos hiciesen acto de presencia. A partir de entonces cada día del calendario cósmico es importante en la historia de la evolución biológica; el 17 de diciembre aparecen los invertebrados, el 19 los vertebrados, y el 20 los primeros vegetales cubrían el suelo de la Tierra. El 21 de diciembre los insectos se presentan al mundo, y el 23 los dinosaurios comienzan a colonizar el planeta. El día de nochebuena de nuestro calendario marca la aparición de pequeños seres de sangre caliente y cuerpo peludo, los mamíferos. Las aves surgen el 27 de diciembre y la jornada siguiente contempla la extinción de los dinosaurios y la llegada de las flores. El 29 y 30 de diciembre los grandes cetáceos gobiernas los océanos de la Tierra, y los primeros primates aparecen en escena. El último día del año, que recordemos abarca 40 millones de años, es testigo de cambios fundamentales; pero todo ello tendrá lugar en las últimas dos horas del 31 de diciembre; en los primeros minutos de las 22:00 horas aparecen los homínidos, pero sólo a las 23:00 se fabrican las herramientas de piedra que será una de las más primitivas huellas del carácter humano. Sin embargo, el fuego sólo se controlará hacia las 23:46 del 31 de diciembre, y las pinturas rupestres que llenaban las cuevas mediterráneas y del resto de Europa serán una realidad a las 23:59. La agricultura y la aparición de las grandes dinastías tendrán lugar en los primeros segundos de ese último minuto, pero para encontrar la historia escrita debemos avanzar hasta los últimos diez segundos del último minuto del último día del año. Las grandes pirámides de Egipto, por ejemplo, se erigen a las 23:59:51, mientras que el descubrimiento de América se realizará a las 23:59:58. Si queremos abarcar la historia del último siglo de la Humanidad no nos sirven ya los segundos, debemos reducir la escala a centésimas de segundo para conseguirlo. Cuando en 1961 Yuri Gagarin iniciaba la carrera de nuestra especie en el espacio, sólo restaban 5 centésimas de segundo para la medianoche, algo más de 4 cuando el Apollo 17 abandonó la Luna, y poco más de 1 centésima de segundo cuando el Hubble fotografió por primera vez el espacio con su ojo defectuoso.



Figura 1: imagen del centro galáctico, en la dirección de la constelación de Sagitario. Son fácilmente observables las zonas oscuras, llenas de polvo, y multitud de puntos brillantes. Cada uno de ellos es un astro como el Sol. La Galaxia de la Vía Láctea, la nuestra, alberga más de 100.000 millones de estrellas en sus dominios. ((c) 1980 Anglo-Australian Telescope Board, David Malin)

Esta el la historia de la materia, de la vida, y de la Humanidad reducida a un año. Lo más importante de todo ello es, como decíamos, la baladí presencia humana en el calendario cósmico. Resulta que nuestra inteligencia actual sólo ha existido durante el último minuto del 31 de diciembre. Todo el espacio temporal restante está exento de presencia humana tal y como somos ahora; es decir, el 99,9999981% del tiempo total del Universo. Por tanto, la inteligencia verdaderamente humana ocupa una fracción prácticamente despreciable de la existencia del Cosmos, y es posible que, de ser el caso humano un término medio, las restantes civilizaciones estén en una fase de evolución similar a la nuestra. Pero, por supuesto, debe haber otras que estén por delante de nosotros, en materia de tecnología y capacidad de exploración. ¿Por qué no han llegado a la Tierra, pues? ¿Cuánto tiempo necesitaríamos nosotros para empezar nuestras exploraciones del espacio interestelar, al ritmo de evolución seguido en los últimos minutos del calendario cósmico?

Aunque para ello debamos recurrir a la especulación más simple, imaginemos que prosigue nuestra mejora tecnológica mucho más que proporcionalmente al paso del tiempo. Como máximo en dos centésimas de segundo viajaremos a Marte con vuelos tripulados, y será cuestión de un segundo completo para que colonicemos y hagamos nuestro el sistema solar (medio milenio, en realidad). Será necesario mucho más tiempo para llegar a las estrellas, pero si en el futuro descubrimos la manera de viajar hasta ellas de una manera rápida, económica y fiable, entonces tal vez podamos comenzar la exploración interestelar dentro de los próximos 2 o 3 segundos de nuestro calendario cósmico. Obviamente, a medida que las distancias se van agrandando, también se alarga el tiempo necesario para conseguir nuestros objetivos; posiblemente sean indispensables varias horas del calendario si queremos colonizar el brazo espiral de la Galaxia en donde nos hallamos, o incluso más. ¿Y toda la Galaxia? Quizá necesitemos unos 25 días, o un mes entero, quién sabe (más de 1.000 millones de años, en términos reales). Si fuera factible la exploración de otras galaxias ajenas a la nuestra, algo que está más allá de las posibles que podemos imaginar, al menos por el momento, tal vez haría falta medio año cósmico, es decir, unos 8.000 millones de años, la mitad de la edad del Universo actual (figura 2). La visita a las galaxias más remotas del Cosmos podría necesitar el doble o el triple de ese tiempo.



Figura 2: el cúmulo de Hércules, Abell 2151, repleto de galaxias de todos los tipos y tamaños. Situado a la nada despreciable cifra de 360 millones de años luz, si la Humanidad estuviese en condiciones de explorarlo, tal vez serían necesarios varios meses de nuestro calendario cósmico ficticio para hacerlo, es decir, alrededor de 3.000 millones de años, cómo mínimo, suponiendo un avance tecnológico como el que ha sufrido la especie humana en los últimos tiempos. Tal vez podamos llegar hasta el Cúmulo de Hércules más pronto, si se descubren métodos de viajes intergalácticos rápidos y económicos, o tal vez nunca podamos ir hasta allí, por ser las distancias demasiado grandes. (National Optical Astronomy Observatories/N.A. Sharp)

Pero si suponemos que en nuestra Galaxia existen civilizaciones extraterrestres, y si pensamos que nuestros cálculos para explorarla son correctos, serían necesarios como mucho 1.000 millones de años después de la aparición de la inteligencia para que esas civilizaciones iniciasen sus viajes interestelares en busca de otros compañeros cósmicos. En nuestro caso sólo han transcurrido dos millones de años desde la inteligencia humana más primitiva, pero el nuestro es un caso reciente, porque el Sol y la Tierra son cuerpos celestes relativamente jóvenes. Hay otras estrellas más viejas que el Sol que deben tener sus planetas, igualmente viejos, nacidos hace mucho tiempo. Si en esos planetas se desarrolló la inteligencia, nuestros colegas cósmicos estarían en nuestra situación actual hace millones de años, o incluso más. De modo que, pese a que pueda haber civilizaciones contemporáneas a la nuestra, y otras que aún no han aparecido, de igual manera habrá otras más que nos superen en capacidad tecnológica. Ésas son las que nos interesan ahora. ¿Por qué, si han tenido en tiempo suficiente para explorar vastos territorios del Universo (figura 3), no nos han visitado aún?



Figura 3: distribución en el espacio de 2 millones de galaxias. Cada uno de los puntos grumosos corresponde a una galaxia individual, que contendrá unos 100.000 millones de estrellas por término medio. Si suponemos que sólo un 0,00005% de esas estrellas tiene planetas con vida inteligente como la nuestra, resulta que esta panorámica del Cosmos puede estar albergando 100.000.000.000 (cien mil millones) de civilizaciones tecnológicas. Y ello pese a que los 2 millones de galaxias son una cifra insignificante con la cantidad total de galaxias que hay en el Universo conocido. (Dept. of Astrophysics, University of Oxford)

Es evidente que puede haber muchas civilizaciones tecnológicas, o puede igualmente que haya muy pocas, depende de las suposiciones que hagamos. La famosa ‘Ecuación Drake’ nos ayuda a clarificar el número hipotético de ellas en base a los valores que demos a los diferentes factores de la ecuación. Si elegimos valores optimistas, obtendremos una cifra muy alta de civilizaciones, si por el contrario somos más pesimistas, la cifra será más bien pequeña. No entraremos a describir esta ecuación porque tal vez lo hagamos en otro artículo, pero supongamos, de nuevo, unos valores medios para los factores que integran la ecuación, dando por supuesto que nos interesa saber no sólo el número de civilizaciones que puede haber, sino en concreto aquellas que puedan estar más evolucionadas que la nuestra. Para ello, modificaremos un poco los valores que daremos a los factores como el número de estrellas de la galaxia (menor del actual, por lógica, ya que nos interesan sólo las estrellas más viejas que el Sol), la proporción de estrellas simples de tipo solar (también menor, por idéntico motivo) y el porcentaje de estrellas que pueden tener sistemas planetarios (menor igualmente porque tratamos tiempos en donde la cantidad de gas en la galaxia era inferior al actual). A los demás factores les daremos valores corrientes. El resultado no es demasiado esperanzador: 280 civilizaciones tecnológicas en la Vía Láctea en este momento superiores a la nuestra. Aunque el número parezca elevado, la Galaxia es muy grande.

Y ello pese a que he considerado los valores más optimistas posibles; un cálculo pesimista arrojaba el triste resultado de una sola civilización tecnológica. Una sola superior a la nuestra en toda la inmensidad de la Galaxia. Si fuera cierto, no sería en absoluto extraño que no nos hubiesen visitado hasta hoy.
Pero si aceptamos el número, totalmente hipotético y especulativo, por supuesto, de 280 mundos habitados con inteligencia y capacidad tecnológica, entonces ¿por qué no han sido capaces de llegar hasta la Tierra?

Dejando aparte la cuestión de los OVNI’s, que aunque sean objetos voladores no identificados no por ello son naves extraterrestres, y suponiendo que no representan la evidencia de visitas de seres de otros mundos, hay muchos motivos por lo que no han contactado con los seres humanos.

En primer lugar, en la ecuación hemos de tener muy en cuenta también un factor sumamente arbitrario, el tiempo que una civilización tecnológica se mantiene estable en un planeta habitable, es decir, la supervivencia de esa civilización. Si miramos nuestro ejemplo, ese tiempo podría resultar ser muy corto (vistos los acontecimientos del pasado siglo y viendo por donde van en el actual), pero tampoco debemos extrapolar nuestro caso al Cosmos restante. Tal vez las civilizaciones tecnológicas no sean tan bélicas y destructivas como nosotros, y puedan perdurar mucho tiempo en armonía y prosperidad en su mundo, explorando el espacio interestelar para beneficio de su cultura y de sus generaciones futuras. Para el cálculo, he supuesto unos 15.000 años de supervivencia para una civilización cualquiera. Si somos optimistas, podemos elegir un valor más alto, digamos de 30.000 años, y así el número de civilizaciones se duplica hasta casi las 600 en la Vía Láctea. Si por el contrario tenemos pocas esperanzas en la perdurabilidad de las inteligencias tecnológicas, entonces redujamos el valor hasta un décimo del valor original, unos 1.500 años; ello sugiere sólo 30 civilizaciones tecnológicas superiores a la nuestra en todo el espacio galáctico. Teniendo en cuenta que en la actualidad la Vía Láctea alberga unos 200.000 millones de estrellas, y un 30% son como el Sol, también resulta comprensible que, si son tan pocos mundos avanzados, aún no hayan dado con nuestra cultura.

Pero volvamos a un tiempo de supervivencia de 15.000 años. ¿Es un tiempo razonable para que las civilizaciones superen barreras físicas y encuentren las maneras idóneas de viajar por el espacio sin las ataduras que, por ejemplo, suponen hoy para nosotros, que necesitaríamos dos años sólo para ir y volver a Marte, una distancia ridícula en comparación con la que nos separa de incluso la estrella más próxima? ¿Y si resultara que, pese a la posibilidad de que una civilización avanzada viviera en paz y sin autodestruirse durante un tiempo ilimitado, no pudiera sobrevivir lo suficiente para desarrollar la tecnología necesaria para alcanzar otras estrellas? Tal vez esa civilización aumente de población desproporcionadamente, y no pueda controlar la natalidad, de modo que las materias primas y los alimentos del planeta se agoten y la civilización desaparezca o, como mínimo, mengue hasta que no pueda volver a emplear su tecnología para la exploración, sino que deba utilizarla para la supervivencia de unos pocos. ¿Es un tiempo muy corto 15.000 años? Seguramente sí. Además pueden surgir otros problemas que pongan en peligro esas otras culturas extraterrestres.

Los hay obvios, como las posibles amenazas en forma de asteroides o cometas que impacten contra los mundos habitados. Pero pese a su lógica, son fenómenos bastante infrecuentes o contemplan periodos de tiempo muy largos para que sean peligros a tener en cuenta.

Otros se derivan de la necesidad de las civilizaciones tecnológicas de un aumento constante de la cantidad de energía a utilizar, para poder continuar su desarrollo tecnológico. Hemos vivido un ejemplo muy claro en nuestro propio planeta; el carbón aumentó enormemente la capacidad tecnológica humana, así como la calidad de vida, y el paso del carbón al petróleo ha elevado aún más todo ello, hasta los sorprendentes niveles actuales. Sin embargo, hay una dificultad; estos combustibles son fósiles, finitos y no renovables. Si queremos mantener nuestro nivel de vida y mejorar la tecnología de forma que podamos viajar a las estrellas el petróleo es insuficiente, a todas luces. Debemos encontrar un sustituto fácil de obtener, abundante y que sea aplicable con sencillez para nuestros propósitos. Pero, ¿y si no lo encontramos? ¿Y si, pese a que siempre hemos tenido la seguridad de que encontraríamos la solución, al final no lo hacemos? Ello significaría, sin más, el fin de la exploración humana del Universo. Sin una fuente de energía fiable no hay evolución tecnológica, y sin ella, se agotan las esperanzas de viajes interestelares. ¿Podría esto haberle sucedido a otras civilizaciones? Nada hay que nos sugiera que siempre debamos ser lo suficientemente inteligentes para solucionar nuestros problemas energéticos. Tal vez llegue el momento en que no podamos seguir avanzando y nos conformemos con mirar las estrellas, sin llegar nunca hasta ellas, por incapacidad o por falta de previsión. Y en otras partes quizá haya sucedido algo parecido.

Otra cuestión fundamental es la dificultad (o no) de los viajes interestelares. A nuestros ojos, un viaje hasta Proxima Centauri, a sólo 4,2 años luz de distancia, es toda una odisea, irrealizable por completo, siempre según la tecnología y conocimientos actuales. Es cierto que no hay por qué pensar que ello seguirá así siempre. Tal vez en un momento dado demos con la clave de esos viajes y podamos transponer las distancias entre estrellas con gran facilidad. Pero la Relatividad incorpora una serie de elementos de difícil superación, como son la dilatación del tiempo a velocidades de viaje cercanas a la luz y la cantidad de energía necesaria para alcanzar esas velocidades. Todo ello, hasta cierto punto, prohíbe un viaje interestelar turístico, de modo que no vemos clara la viabilidad de este tipo de periplos por el espacio. Al menos, por el momento. Culturas extraterrestres pueden haber desarrollado ya, sin embargo, la tecnología necesaria para superar esas mismas barreras de la relatividad y quizá estén viajando de un extremo a otro de la galaxia con relativa facilidad. Esto tal vez sea un sueño, pero por ahora no es sueño absurdo. Quizá el tiempo nos confirme su veracidad, aunque viendo la realidad más cercana (la nuestra), los viajes interestelares son una utopía de dimensiones épicas. Es posible que unas pocas culturas sí puedan realizar estos viajes, pero no la mayoría, de modo que sea también muy complicado que nos hayan visitado en alguna ocasión.

Un problema más sobre el por qué no vemos naves extraterrestres surcando nuestros cielos tal vez se deba a la idiosincrasia de los propios pueblos alienígenas. Por supuesto esto es especular mucho, pero no resulta descabellado suponer que, posiblemente, esos pueblos no tengan ningún interés en nosotros. Puede ocurrir que culturas que han alcanzado un determinado nivel de vida y prosperidad material no sientan deseos de exploración espacial, aunque posean alta tecnología. Nosotros no somos así, obviamente, tenemos fuertes estímulos en nuestro interior que nos incitan a la exploración de lo desconocido, por lo que la curiosidad, tal vez, sea patrimonio de unas pocas formas de vida inteligente (no obstante, en las diversas familias de seres vivios terrestres dotados de cierta inteligencia casi siempre se observa el componente de la curiosidad y el deseo de aprender algo nuevo).
De modo que nos encontramos ante un panorama ambiguo; por una parte, tenemos los cálculos teóricos, que nos indican que posiblemente haya en la Vía Láctea una gran cantidad (relativamente hablando) de mundos que posean civilizaciones tecnológicas (no sólo superiores a la nuestra), pero por otra parte nos encontramos con que no hemos recibido visita alguna de ellas. Esto es lo que se conoce como ‘Paradoja de Fermi’. Sin embargo, hemos visto que hay motivos más que suficientes para que muchas civilizaciones tengan dificultades o, simplemente carezcan del deseo necesario, para los viajes interestelares. No se trata pues de considerar que no existen esas civilizaciones, sino que posiblemente estos viajes tienen un componente demasiado complejo que los hace inviables, al menos para la mayoría de las culturas extraterrestres (incluida, de momento, la nuestra).

Si esto es cierto, tal vez seamos nosotros los que debamos idear los nuevos métodos de viaje por las estrellas. O quizá recibamos ayuda, en el instante más inesperado, de una coalición Interestelar dedicada a proporcionar la tecnología necesaria a los mundos con la inteligencia precisa. Quién nos dice que, dentro de unos cuantos días en el calendario cósmico, no seremos nosotros quiénes viajemos entre los mundos habitados de la Galaxia en busca de nuevas y excitantes culturas inteligentes, para dotarlas de los ingenios que les permitirán, a su vez, extenderse por todo el Universo conocido, si así lo desean. Sería un vuelco total del clásico temperamento humano, pero si queremos participar de manera directa en la evolución de la inteligencia allende la Tierra, ello es imprescindible. Quizá con sólo unos pocos segundos más de nuestro calendario empezaremos por fin nuestro viaje por entre el polvo y el gas de nuestra Vía Láctea.

- Bibliografía:

- Vida más allá de la Tierra, J. Achenbach, National Geographic, nº 1, volumen 6, enero 2000, págs. 24-51.
- ¿Civilizaciones en el Universo?, A. González Fiaren, F. Anguita, Astronomía nº 46, abril de 2003, págs. 22-30.
- Los dragones del Edén, Carl Sagan, Crítica, Barcelona, 2002.
- Civilizaciones extraterrestres, Isaac Asimov, Bruguera, 1981.

25.4.09

Antes del inicio



¿Qué había antes del nacimiento del Cosmos? ¿Hay alguna manera de saberlo? Por definición, con antelación al Big Bang, simplemente, no había nada. Si el Big Bang marca el inicio de la materia, del espacio y el tiempo, entonces previo a él sólo existía la nada, el no ser, la no presencia. Es decir, no había absolutamente nada que escuchar, ver u oir.

La ciencia nos revela qué sucedió justo una fracción millonésima de segundo después del inicio; para dilucidar lo que pasó antes, tan sólo nos sirve la inspiración, la instrospección y, quizá, la magia, el arte o la reflexión filosófica más ardiente y alejada del racionalismo convencional.

Entramos en el terreno de la metafísica exacerbada, de las especulaciones fantásticas, y es un terreno movedizo, irregular y desesperante. Si Dios hizo al Cosmos, ¿dejó pruebas de lo que existía antaño a esta creación? ¿Podemos alcanzar algún saber acerca de la nada, o estamos destinados a mantener nuestra ignorancia al respecto durante la eternidad? ¿No estaremos, al hacernos estas preguntas, acercándonos a la mente del Creador, a sus porqués? Si no había nada con anterioridad al Big Bang, ¿por qué tuvo que hacer un inicio, por qué no existe el Universo desde siempre? ¿No es acaso el principio un signo claro de que hay una intención, una motivación de que la consciencia y la inteligencia se pregunte acerca de su propia esencia? Un Universo eterno no requiere un inicio, un punto de partida; pero un Big Bang, un instante tras el cual se crea la materia y el espacio-tiempo, ¿no sugiere la existencia de la Voluntad?

Tal vez este Universo sea uno más dentro de muchos (o infinitos), creándose y destruyéndose sin cesar a lo largo de incontables eones. Quizá vivimos en un Universo destinado a desaparecer algún día en un Gran Colapso, para después renacer con nuevas condiciones físicas, en las que la vida posiblemente no tenga lugar o sea algo tan sublime que lo conocido hoy en la Tierra parezca insignificante y estéril. Quizá el destino de estos multi-universos sea la de una continua creación y destrucción, sin inicio ni fin reales, tan sólo una infinita sucesión de nacimientos y muertes.

Tales posibilidades son, a un tiempo, abrumadoras y fascinantes. Lo raro, lo sorprendente, lo que aún extraña más, es que seres tan poco privilegiados como nosotros seamos siquiera capaces de imaginarlas.

(Publicado en El Hermitaño el 21 de abril de 2006)

20.2.09

Tierra sólo hay una



¿No vale la pena conservar esta maravilla cósmica llamada Tierra?
¿No es un privilegio vivir en este planeta?
¿No hay nadie que se preocupe por ella de verdad?
¿Quién será el adalid de la verdadera ecología, pura y sin artificios?
¿Cuándo empezaremos a entender que, aunque a veces vivamos en mundos distintos, en realidad tenemos un sólo mundo para todos nosotros?
¿No es ya la hora de preservar el legado y protegerlo para el futuro?

Nada hay en el Universo conocido tan bello como nuestro mundo; miremos hacia donde miremos, no encontraremos ningún otro cuerpo tan majestuoso como este pedazo de roca rodeado de nubes y agua. No es chauvinismo, es pura objetividad. Así que, ¿por qué no cambiar hábitos, costumbres y métodos ya desfasados y reconvertir la Tierra en nuestra amiga, en lugar de nuestra enemiga al pensar que no nos brinda suficiente comida o que nos mata y destruye con sus desastres naturales?

Ella lo desea desde el principio. Ya ha esperado demasiado tiempo.

(Publicado en El Hermitaño el 2 de septiembre de 2005)

31.1.09

"Cambio climático y medios de comunicación: la necesidad de un marco sereno de divulgación científica"

Vivimos en la era de la información, en una etapa del saber científico sin precedentes y con unos recursos divulgativos como jamás han existido. Disponemos de los medios necesarios para explicar a las personas todo lo relacionado con la ciencia, el conocimiento del mundo y sus maravillas. Es una época en la que la sociedad mejor puede recibir de los científicos y los escritores divulgativos el legado de siglos de curiosidad e investigación acerca de la naturaleza. Es, por tanto, un tiempo magnífico para aprender y enseñar ciencia. Sin embargo, también es el momento propicio para que, algunos, aprovechen el prestigio y el valor de la ciencia con el fin de manipularla y que sirva a sus propios intereses. Y esto puede ser peligroso, porque puede confundir y desorientar a quienes sienten atracción por los grandes temas científicos. Tal vez sea en la cuestión del cambio climático donde más pueda advertirse esto.

Partamos del hecho, totalmente obvio, de que el clima sólo lo comprenden razonablemente bien los científicos dedicados a la climatología. Por tanto, debería ser a ellos a quienes acudiéramos para hallar la información más veraz acerca del cambio climático. ¿Cómo hacerlo? Fundamentalmente, a través del IPCC, o Panel Intergubernamental del Cambio Climático, un consorcio científico internacional que, auspiciado por Naciones Unidas, aglutina a la mayoría de expertos en climatología y otras ramas científicas afines. Desde el IPCC se nos dice, en primer lugar y entre muchas otras cosas, que la temperatura global del planeta ha aumentado en 0,6º C en sólo los últimos treinta años, y alrededor de 0,8ºC desde principios del siglo pasado. En segundo lugar, se advierte que, en buena parte, el responsable de ese incremento ha sido la actividad humana, por medio de la emisión de grandes cantidades de dióxido de carbono a la atmósfera que tienden a acentuar el efecto invernadero. Y, en tercer lugar, basándose en sus modelos climáticos informatizados, se predice que la temperatura planetaria en 2100 podrá aumentar, en promedio, unos 2,4º C respecto a los valores actuales. La primera de las afirmaciones es irrefutable, por lo menos en cuanto a las temperaturas superficiales; la segunda algo más discutible, sobre todo a la hora de determinar hasta dónde es responsable, dentro de la corriente al alza de las temperaturas, la mano del hombre, si bien no cabe duda de que afecta al sistema climático; mientras que la tercera es fruto de una modelización de los distintos parámetros que constituyen el funcionamiento del clima, modelización que sólo podemos entender como plausible, pero no como una certidumbre absoluta (entre otros motivos, porque aún no comprendemos completamente el forzamiento radiativo de las nubes y los aerosoles, el ciclo geológico del carbono, los entresijos de la Corriente del Golfo, etc.).

Por tal motivo existen, naturalmente, voces disidentes y científicos que no se avienen, en relación a las dos últimas cuestiones, con los resultados pronosticados. O bien creen que la influencia humana es menor de lo sospechado, o que las consecuencias y efectos del cambio climático a largo plazo serán menos dañinos en términos generales. Este desacuerdo, en todo ámbito científico, es provechoso y saludable; la discusión de ideas encontradas es la semilla de la ciencia, de las que brotan posteriormente frutos en forma de conocimiento y nuevos saberes. Muchas veces, este antagonismo intelectual allana el camino hacia la verdad y produce resultados inesperados. Sin embargo, en lo referente al cambio climático los medios informativos acostumbran a presentar a los escépticos como sujetos poco honestos, favorecidos económicamente por empresas multinacionales y dedicados a vender entelequias con un fin egoísta y lucrativo. Esto ocasiona un daño terrible a la ciencia, porque mancilla la dignidad de investigadores cuya honradez, como cualquier otra persona, no puede ponerse en duda a no ser que se demuestre fehacientemente lo contrario. Y esto siempre a posteriori, nunca a priori, como se está haciendo, sin embargo, en demasiadas circunstancias y desde demasiados medios.

La cuestión del maltrato a los disidentes llega a extremos dantescos por parte de ciertos sectores, como algunas colectividades ecologistas, lo cual es grave aunque no demasiado sorprendente, o incluso desde púlpitos con carácter científico o ligeramente político, lo cual no sólo es grave y sorprendente, sino inaceptable. Un ejemplo lo hallamos en Al Gore, reciente premio Nobel de la Paz (galardón compartido, precisamente, con el IPCC). Pese a que no podemos recelar de sus buenas intenciones, su desprecio a los escépticos (como botón de muestra, sus declaraciones acerca de equipararlos con quienes niegan la llegada de los tripulantes de las misiones Apolo a la Luna, o también, los que siguen creyendo que la Tierra es plana) es desafortunado, incomprensible y grosero. Los científicos siempre pueden dudar de las conclusiones de otros colegas suyos, solicitando argumentos, pruebas y observaciones que respalden sus opiniones. Pero resulta imprescindible hacerlo desde el respeto y la tolerancia hacia quienes no comparten nuestras posturas. Otro caso, por citar alguno famoso, es el de James Lovelock. Si bien se trata de un reputado científico, también es un ecologista convencido; tal vez por ello sostiene que «quizá la estridencia de los escépticos sobre el calentamiento global oculta su miedo a estar equivocados». Posiblemente lleve razón, pero son también muchas las ocasiones en que parecen ser más estridentes y alarmistas, precisamente, aquellos que sostienen la actitud contraria a estos. Para ejemplo, la del presidente del IPCC, R. K. Pachauri, quien no dudó en esperar, del último informe de este Panel (2007), que este provocase una «conmoción» en la gente, lo cual sería favorable para que los gobiernos, quienes supuestamente representan al pueblo, iniciaran políticas más agresivas para la reducción de la emisión de los gases de efecto invernadero, entre otras medidas. Tal vez sea útil y conveniente ejecutar estas reducciones de las emisiones, o tal vez no, pero no corresponde al IPCC inclinar la balanza hacia ninguna de las dos posibilidades. Su cometido, de hecho, como el mismo Panel afirma, es la de ofrecer, y esto ya es suficientemente importante, una información neutral, sin predisposiciones ni favoritismos.

Las deficiencias en nuestro entendimiento del clima y las discrepancias de los detalles científicos sobre el calentamiento global no debe evitar reconocer, sin embargo, que sabemos lo suficiente para establecer unas líneas maestras que, a grandes rasgos, nos indiquen cuál va a ser el ambiente futuro de la Tierra. Las previsiones, desgraciadamente, no son buenas ni económica ni socialmente. Estas sugieren, en efecto, que habrá que reestructurar nuestros modos de vida, reducir ciertos excesos de consumo y apostar por energías renovables, en la medida de lo posible para satisfacer las demandas energéticas de la población. También padeceremos un intenso estrés hídrico, además de otras penurias como elevación del nivel de los mares, quizá huracanes más violentos, más inundaciones y un aumento de los casos de malaria y pobreza, además de un incremento notable del hambre en los países subdesarrollados, aunque esto no sea únicamente responsabilidad del cambio climático.

Las secuelas de dicho cambio climático van a ser probablemente una realidad aunque hagamos algo, ya mismo, en cuanto a las emisiones de dióxido de carbono. La cuestión radica en saber si, por medio de ciertas acciones, podremos atenuar su impacto futuro. Una de las propuestas es la del Protocolo de Kioto, establecido en 1997 como marco internacional para la reducción, en un porcentaje de poco más del 5% en relación a las emisiones de 1990, de los gases causantes del efecto invernadero. Es una valiente ambición, pero no parece demasiado factible, sin embargo, que un descenso tan exiguo vaya a atajar el aumento de temperatura de forma efectiva ―se cree que, en todo caso, podría reducir la temperatura global en unos 0,2ºC en 2100, por lo que habrá aumentado 2,2ºC, en promedio, en lugar de los 2,4º originales―. No obstante, el Protocolo podría ser beneficioso siempre que los costes de reducción de carbono fueran proporcionados y asumibles para las economías de los países implicados, y sus consecuencias claramente favorables para la industria, la sociedad y sus ciudadanos. Pero esto no resulta fácil de calcular, y los muchos factores en juego dificultan una valoración a tan largo plazo de sus costes y beneficios. Quizá haya alguna otra forma, más efectiva, de mejorar el medio ambiente sin ahogar los recursos de las naciones. Hay que continuar investigando.

Mas la controversia en torno al cambio climático no está centrada tanto en los asuntos puramente científicos o en las decisiones políticas tomadas a raíz de ellos, que como hemos visto existen y deben ser debatidos y contrastados por los especialistas, como en su difusión pública. Hemos llegado a un punto en el que los medios de comunicación, ávidos de noticias sobre catástrofes, muertes y destrucción, están invadiendo el terreno de la ciencia para apropiarse de sus hallazgos y presentarlos al mundo con talante alarmista y aterrador. Es obvio que estamos haciendo mal las cosas, que contaminamos, devastamos y arruinamos el entorno, que estamos añadiendo a la atmósfera nueva química y esquilmamos los recursos naturales. Todo esto es grave y nos está dando muchos problemas, pero es algo que puede tener solución, siempre que seamos lo suficientemente inteligentes para ponerla en práctica. No obstante, un aumento de 2,4ºC en la temperatura global en el próximo siglo, que es lo que auguran los pronósticos científicos, está lejos de producir el escenario apocalíptico y terrorífico de una Tierra sumida en un infierno de calor, aridez y conflictos. Habrá dificultades, naturalmente, a las que deberemos hacer frente, pero nada que quizá no pueda resolverse.

Por este motivo, la falta de transparencia y objetividad que presentan los medios como periódicos y televisiones, la escasa formación científica de los periodistas y la tendencia, cada vez más acusada, hacia el sensacionalismo y el amarillismo en relación al cambio climático, no están ayudando a su comunicación pública y objetiva. Son infinidad las noticias con tintes catastrofistas, pero muy pocas las que hacen referencia a predicciones optimistas o menos graves, y no debido a su inexistencia, sino a su carácter templado y no alarmista. Mientras se entienda al cambio climático como una fuente de noticias impactantes y no como un tema en discusión científica permanente, evitando exagerar y dramatizar en exceso, los medios periodísticos desprestigiarán y alterarán su contenido en beneficio propio. Cuanto peor son las noticias, afirma Bjorn Lomborg, más venden los medios de comunicación, «y el clima se vende particularmente bien».

En sus escritos y comunicaciones los ejemplos ya citados de Gore y Lovelock también destilan, regularmente, ese aliento catastrofista y apocalíptico, bastante ajeno a las previsiones científicas del IPCC. Es el caso del reciente libro de Lovelock La venganza de la Tierra, que nos presenta un futuro abocado a la destrucción y al exterminio, en donde, «antes de que termine este siglo, miles de millones de nosotros moriremos [por causas derivadas del calentamiento global]». Gore, por su parte, afirma que el nivel de los mares, en este siglo, puede aumentar hasta en seis metros si se deshiela la mitad de Groenlandia y la Antártida. Sin embargo, el IPCC, en su informe de 2007, sostiene que la subida será sólo de 58 centímetros (lo que, sin duda, causará importantes apuros en algunas regiones del planeta, que habrá que enmendar), y que es altamente improbable que las dos mayores masa de hielo del planeta tengan una pérdida tan acusada en su volumen. Así, vemos la existencia de una discrepancia entre la información suministrada a la población por los medios (sean periodísticos o divulgativos) y la proporcionada por las fuentes científicas (independientemente de la postura adoptada ante el calentamiento global). Y vemos también que expresiones altisonantes de este tipo, dramatizadas e inexactas, no refieren una realidad plausible; sólo un escenario altamente improbable producto de una generosa exageración de las previsiones climáticas. En consecuencia, prestan un flaco favor a la divulgación científica seria de un tema tan relevante en el panorama cultural actual como es el cambio climático. Si acaso, forman parte mucho mejor de un lenguaje publicitario, que trata de vender y persuadir, no de un estilo científico que presenta un contexto de investigación rigurosa. Naturalmente, en la descripción de los resultados de toda exploración de la naturaleza son necesarios, en ocasiones, términos algo enfáticos y graves, y más aún si están referidos a las consecuencias hipotéticas del cambio climático a largo plazo. Sin embargo, ello no soslaya que muchas de las fórmulas empleadas en el ámbito del calentamiento global posean más de retórica y afectación que de verdad científica.

Por ello parece más necesario que nunca un nuevo marco sereno y sensato de divulgación científica, marco en el que puedan difundirse los resultados y los estudios científicos sin temor a que estos sean permanentemente alterados, no sólo en su presentación al público, sino incluso en lo radical de su contenido. El IPCC es un buen paradigma de ello, pese a sus ocasionales errores (el gráfico del palo de hockey, por ejemplo) o sesgos. Tratemos de evitar el catastrofismo. Eliminemos el dramatismo y la mención a futuros apocalípticos y sustituyámoslos por una comunicación ecuánime e imparcial. Pero, al mismo tiempo, hagamos saber también que el cambio climático puede muy bien ser una realidad irrecusable, y que es absurdo quedarnos de brazos cruzados. Estamos haciendo mal las cosas y hay que actuar. Sólo queda por decidir hacia qué dirección, con qué medios y hasta dónde estamos dispuestos a llegar.

Sin embargo, debemos hacerlo. Debemos, todos, científicos y divulgadores, esforzarnos por lograr ese difícil objetivo que es brindar a la sociedad una información lo más veraz, estricta y despojada en lo posible de dramatismos innecesarios. Cualquiera de nosotros puede equivocarse, puede dejarse llevar por el entusiasmo o los apegos a favor de una postura u otra. Es normal, somos humanos. Pero los extremos son, como ya sabía Aristóteles, desacertados, y en toda discusión debe privar el respeto y la consideración por el otro; la templanza nos permite contemplar los hechos con mayor agudeza y profundidad. Las personas, además, se merecen la mejor educación, y pueden (es más, deben) exigir información objetiva y alejada de atavíos retóricos.

La tarea es compleja. Pero la recompensa es inestimable: construir una sociedad crítica, capaz de discriminar entre sensacionalismo y ciencia, y cuyos miembros tengan acceso a un saber que les hará más libres, al disponer de todas las opciones y alternativas en el continuo discutir de los temas científicos.

Podemos y sabemos hacerlo. No perdamos más tiempo.

14.1.09

Cerca, lejos y más allá



Vagamos en medio de una gran oscuridad espacial; sólo la rompe, en las cercanías, la presencia del Sol. Si él no existiera, obviamente, no estaríamos aquí, pero tampoco habría aparecido la vida, ni siquiera los depositarios de esta, los planetas. Hace miles de años, en los remotos orígenes de nuestra civilización, cuando los palos y las piedras eran útiles prácticos y eficientes, ya sabíamos que de la brillante estrella amarilla procedía todo: vida, materia y consciencia. Fue el primer dios en ser adorado, la primera deidad en cuya veneración los humanos confiaron su destino. Muchos filósofos de la Grecia clásica, más de dos mil años atrás, empezaron a estudiar el Sol para conocer algunas de sus características; las primeras en descubrirse fueron la distancia y su tamaño. Resultó que el Sol, sólo una estrella entre muchas, era más grande que la Tierra y se hallaba más lejos de lo que jamás habíamos soñado. Esto fue el principio para cambiar mucho de lo que presuponíamos del Universo.

Hoy en día ignoramos al Sol; es lógico, porque hoy en día ignoramos casi todo. Nuestra vida diaria nos deja poco tiempo para reflexionar, para meditar acerca de los cambios que han supuesto ciertas transformaciones de nuestro saber. Al mismo tiempo, parece que la Tierra se nos ha quedado pequeña; la tecnología permite ya a varios de nosotros (los ricos muy ricos...) abandonar la Tierra por un tiempo, a modo de astronautas aficionados. Es una experiencia que puede cambiar, a su vez, toda nuestra vida. Viajar hasta más allá queda limitado al futuro, quizá lejano. Acercarnos a las estrellas es un deseo comprensible pero muy complejo. Si queremos llegar a las orillas de otros mundos extrasolares, deberemos superar muchas barreras que, hoy por hoy, son insalvables.

El Sol marca el primer límite de nuestro espacio cercano; escapar de su influencia es el paso imprescindible para emanciparnos de su luz y energía. Me imagino a aquellos que, dentro de un tiempo indefinido, echen un vistazo hacia atrás y contemplen los últimos resplandores del Sol, perdido entre un mar de estrellas y vacío; roto el lazo, por fin, quedamos libres para ir en busca del infinito.

(Publicado en El Hermitaño el 21 de diciembre de 2005)