10.8.14

'Lacrimosa', por San Lorenzo


Sucedió hace mucho tiempo, pero al parecer los cielos siguen llorando aún hoy por aquel horrible suceso. Tal vez deberían hacerlo igualmente en recuerdo de muchos otros, pero la tradición cristiana, como cualquier tradición, sólo contempla sus propios sufrimientos y sólo a ellos los ennoblece.

Pues bien. El 6 de agosto del año 258 antes de Cristo un prefecto de Roma acababa de ejecutar al Papa Sixto II. En medio de este ambiente de violencia y terror, cuatro días después el mismo prefecto urgió a un diácono cristiano, llamado Lorenzo, que le entregara cualesquiera objetos valiosos que poseyera la iglesia. Lorenzo, al cabo de poco tiempo, regresó hasta el puesto del funcionario romano acompañado por un grupo de gentes pobres, desvalidas y enfermas y proclamó, según reza la tradición, desde luego, que aquellos eran los más nobles tesoros de que disponía la iglesia. El prefecto, irritado, ordenó que mataran a aquel insolente. Siempre desde la historia cristiana, la ejecución fue llevada a cabo con una crueldad insoportable: ataron a Lorenzo a un asador de metal, encendieron un bravo fuego justo debajo y vieron cómo Lorenzo ardía, carbonizándose su cuerpo hasta quedar reducido a cenizas.

Aquella noche el cielo se comportó de un modo extraño. Aparecieron por doquier estrellas fugaces, que resplandecían y llenaban el firmamento surgiendo desde la constelación de Perseo, iluminando la noche, a modo de lacrimosa despedida por el penoso y triste fin de Lorenzo. Naturalmente, aquellas estrellas fugaces pasarían a la posteridad como las “Lágrimas de San Lorenzo”, y aunque este año la Luna Llena nos va a impedir contemplar el espectáculo con toda su magnificencia, nunca está de más una ojeada para vislumbrar algún rastro de luz entre la noche veraniega. Sin embargo, habrá que recordar que hay que mirar al este, pues no hay que confundir las lágrimas del santo, que brotan desde la constelación de Perseo (por eso se denominan, también, Perseidas), con otras lágrimas esporádicas que aparecen por todo el firmamento. Es bueno (siempre es bueno…) buscar un sitio alejado de las luces, de los ruidos y las multitudes para apreciarlas mejor, tumbándose en la arena de la playa o con el saco en medio del bosque y aguardar, con paciencia, a los visitantes cometarios. Quizá se vislumbren uno de ellos por minuto, o quizá algo más…

Las lágrimas, en términos (digamos) laicos, en realidad no son más que pedacitos insignificantes de cometa, que éste va dejando a su paso por el sistema solar interior a medida que se acerca al Sol en su alargada órbita. Y, en este caso concreto, se deben a las partículas que el cometa Swift-Tuttle pierde y expele al espacio interplanetario. Cuando la Tierra atraviesa ese rastro de desperdicios cometarios (cuyos tamaños varían entre el de granos de arena a ciruelas), impactan con la atmósfera de nuestro mundo (mundo que, recordemos también, viaja a la nada despreciable velocidad de 30 kilómetros por segundo,  o unos 100.000 por hora); la fricción del choque eleva la temperatura de las partículas hasta hacerlas brillar, ardiendo (como ardió el cuerpo de Lorenzo…) y emitiendo un surco de luz que atraviesa el cielo.

Es bien sabido que, en nuestra cultura, se pide un deseo al ver una estrella fugaz (en Chile hay que coger una piedra si queremos que se cumpla), y se asociaba su visión a la muerte de alguien. En otros lugares, como es lógico, les dan otro significado al de la tradición cristiana. Los rusos, por ejemplo, sostienen que se trata de los diablos que el cielo ha expulsado; en Estados Unidos, tribus californianas veían en ellas las “heces de las estrellas”, y a cierto tipo de estrellas fugaces muy brillantes y que dejan a veces una estela de luz (llamados bólidos) les consideraban espíritus caníbales que perseguían almas perdidas con el fin de devorarlas. Curiosa es la interpretación que se les hace en Filipinas: al parecer, allí las lágrimas son las almas de los alcohólicos que, al transitar por el firmamento negro, recitan una canción, una admonición a quienes están en la Tierra y que reza: “No bebáis, no bebáis”. Estas almas tratan de alcanzar el cielo, pero por la noche las vemos cómo, invariablemente, vuelven a caer a la tierra…

Las Lágrimas de San Lorenzo serán visibles este año, Superluna mediante (coinciden las Perseidas, en efecto, con el perigeo lunar, el punto en que más cerca se halla de la Tierra), desde hace unos días hasta el 22, aproximadamente, pero sobretodo en la noche del 12 al 13, que es cuando acontece el máximo de actividad. Como la Luna estará llena justamente por estas fechas, lo mejor es observar justo después del anochecer y hasta medianoche, porque entonces nuestro satélite aún no habrá aparecido por el horizonte y no entorpecerá la visión de los meteoros más débiles.

Por muchas "Lágrimas" que caigan del cielo... no os olvidéis nunca de sonreír, y de disfrutar.

(Imagen: Darryl Van Gaal, en APOD

28.12.13


"Soñamos con viajes por todo el universo. Pero, ¿no está también el universo dentro de nosotros?

Novalis

[Una estrella (variable cefeida, llamada RS Puppis) fotografiada por el Telescopio Espacial Hubble (HST). Crédito: NASA / ESA / the Hubble Heritage Team / STScI / AURA / Hubble-Europe Collaboration / H. Bond, STScI and Penn State University]

14.4.12

Saltos al infinito



Aquí, en la Tierra, radicados como estamos en un minúsculo mundo rodeado de inmensidad, apenas somos conscientes de lo existente más allá de los límites del mismo. Pese a poder observar algunos fenómenos sorprendentes y fascinantes (desde las 'simples' estrellas hasta explosión de supernovas, lluvias de meteoros, etc.), nada nos indica la verdadera extensión, la increíble dimensión y la inquietante atemporalidad del Cosmos.

De mis lecturas de Astronomía, iniciadas hace casi dos décadas, aprendí que todo lo que sabemos es gracias a la luz. Si conocemos lo lejos que está una estrella es por su luz; si conocemos su composición, es por su luz; si descubrimos cuál es su movimiento, es por su luz; si somos capaces de detectar planetas a su alrededor, es por su luz. Incluso, si en el futuro tenemos los instrumentos adecuados, será posible distinguir la existencia de vida en otro mundo gracias al espectro producido por la luz que rebota en él procedente de su estrella madre. La Astronomía, de hecho, tiene sentido gracias a la luz.

La luz no es más que radiación electromagnética procedente de una fuente emisora (como las estrellas) y que capta nuestra vista. Ya he hablado en algunas ocasiones de que la luz viaja a una gran velocidad (algo así como 300.000 kilómetros por segundo; da más de siete vueltas a la Tierra en ese único segundo...), y que lo que vemos en el Cosmos es el pasado, no el presente. Aunque la luz viaje rápido, el Universo es muy grande y las distancias a recorrer son verdaderamenente enormes. Así pues, no creamos que la información transmitida por la luz es instantánea y directa; tarda tiempo en llegar hasta nosotros. Mirar el cielo es ir temporalmente hacia atrás, en busca del pasado, cada vez más remoto. Saltando de astro en astro, retrocedemos en el tiempo, hasta casi tocar el infinito, cuando el Universo era un recién nacido. Gracias precisamente a que la velocidad de la luz es finita podemos ir al encuentro de la infancia del Cosmos.

Imaginemos ahora lo siguiente: pongamos por caso que hoy explota el Sol (hecho harto improbable). Nosotros sabemos que va a suceder, y como disponemos de una nave espacial nos subimos a ella y, empleando un agujero de gusano (y dando por supuestas muchas cosas), alcanzamos el otro confín de la Vía Láctea. Aterrizamos en un planeta agradable acompañado de una estrella estable y, utilizando un telescopio, miramos hacia el Sistema Solar. Si el viaje por el agujero de gusano ha sido lo suficientemente rápido (más que la luz solar), al mirar a través del ocular del telescopio aún veríamos al Sol, brillante y amarillo, bañando con su luz a la Tierra. Aunque, naturalmente, sabríamos que ya no existe.

Sorprendente, ¿verdad?

(Publicado en El Hermitaño el 1º de mayo de 2006)

8.1.12

Cielo e infierno



Sobre el horizonte se alzó un monstruo de luz y lenguas de fuego. Era un día de pesadilla, la atmósfera rezumaba maldad y se oía el poder desbocado del sol, dedicado a la tarea de destruir, abrasar y devorar todo rastro de vida, conciencia y amor. Los árboles iban a ser despedazados, las rocas pulverizadas, y los mares carecerían para siempre de agua. Las últimas gotas, evaporadas y reunidas con el éter espacial, eran el último testigo de lo que había sido aquel planeta, otrora azul, convertido ahora en un desierto de magma y esterilidad absoluta. Jamás la vida volvería a aparecer; ningún otro ser vivo, ninguna flor, ningún ser que se mirara a sí mismo...

Va a suceder. Hoy no, tampoco mañana, pero el día llegará. Puede que aún tarde unos 2.500 millones de años, o algo más, pero el fin deberá acontecer. Todo nacimiento ostenta su sentido para tener un desenlace: la vida es tal gracias a la muerte; y viceversa.

No estaremos, ninguno de nosotros, para entonces. Quizá nuestro recuerdo, morando en las mentes de los seres que sí tengan existencia a la sazón, si es que el propio Universo no deviene (¿acaso no lo es ya?) una enorme y gigantesca Mente, indistinguible de Dios, en atributos, alcance e inmortalidad. 2.500 millones de años: 2.500.000.000 años, o unos tres millones de veces nuestra vida media. Tres millones de veces todo lo que viviré, para ese futuro... ¿Qué cosas, qué entidades, qué misterios habrá en ese Cosmos que está por llegar? Si pudiéramos echar un vistazo cuando venga esa hora, la progresiva transformación del Sol en gigante roja, veríamos en directo la extinción de la Tierra, el ocaso de nuestro mundo. Adiós a la Tierra, por toda la eternidad... Sería una imagen aterradora, pero también admirable: la despedida de un mundo, y seguramente la creación de otro, en algún otro lado, otra Tierra, tan hermosa como ella...

Por suerte, mientras tanto, podemos disfrutarla, a nuestra Tierra, reverenciarla, amarla y protegerla. Y, al Sol, podemos adorarlo, agradecerle su presencia, brindarle nuestra simpatía, y verle, no como el astro que nos destruirá (aunque así sea...), sino como el que nos dio la vida, la perfección y la abundancia sin límites de que goza la Tierra...

Sobre el horizonte se alzó un ángel de luz y calor. Era un día de maravillas, la atmósfera rezumaba bondad y se oía el suave poder del sol, dedicado a la tarea de nutrir, reverdecer y conservar todo rastro de vida, conciencia y amor. Los árboles se mantenían lozanos, las rocas refulgían, y los mares consagraban sus aguas puras para el deleite. Las infinitas gotas, izadas hacia el aire por un niño juguetón en la playa, representaron lo que era nuestro planeta, antes inhabitable: un paraíso de resplandor, riqueza y fecundidad absoluta. Jamás la vida volvería a aparecer tan vigorosa; ni ningún otro ser vivo, ninguna flor, ningún ser que se mira a sí mismo, tan bello...

18.12.11

En línea recta



¿Quién, amigo mío, es capaz de subir al cielo?

Poema del Gilgamesh (III milenio antes de Cristo)

(Imagen: Un cohete Atlas 5 se eleva transportando la sonda Curiosity, que viajará hasta Marte; Crédito: NASA)

25.10.11

La grandeza del cielo



"Ya hemos hablado bastante de las causas auxiliares por cuyo efecto los ojos tienen la capacidad de ver. Ahora hay que hablar de la utilidad esencial de los ojos, por la que el dios nos los ha concedido... La vista ha sido creada para nuestro provecho. Si los hombres no hubieran podido ver el cielo, el sol y los astros, no tendrían ni idea sobre el mundo. En nuestro estado actual son el día y la noche, los meses, los periodos regulares de las estaciones, los equinoccios, los solsticios, todas estas cosas que vemos las que nos han permitido la invención del número, nos han proporcionado el conocimiento del tiempo y nos han permitido especular sobre la naturaleza del universo. De ahí hemos recibido esta especie de filosofía, que es tal que ningún bien mayor fue jamás ni será jamás concedido por los dioses a la estirpe de los mortales..."

Platón, Timeo, 47 b.

(Imagen: Tamas Ladanyi (TWAN))

16.10.11

Visiones infantiles



Es difícil olvidar esas primera veces que, siendo críos, miramos el cielo, percibiendo su presencia, su existencia, como algo que está ahí, distinto a nosotros, mucho más grande e infinitamente más misterioso.

Hay en ese inicial descubrimiento del Cosmos la marca del asombro. Hasta entonces el cielo no es gran cosa, no te fijas en él, no lo sientes como entidad trascendente a ti. Pero llega un momento en que, de repente, el firmamento se ilumina, adquiere forma, color y tamaño. Se hace transparente, no él, sino tu visión del mismo, quizá hacia los nueve años, o así. Reparas que allá arriba existe todo otro mundo, quizá el mundo de los mundos. Es todo un universo de posibilidades.

Notas un extraño hormigueo, un cosquilleo, como el que sentimos ante lo desconocido, fascinante y temible por igual. Y, entonces, ya no puedes olvidarlo. Las preguntas se acumulan, las respuestas de tus mayores no convencen; quieres saberlo todo, quieres abrazar el enigma, entenderlo y disolverlo.

Quieres ver más lejos, necesitas penetrar en la negrura, a la búsqueda de lo que haya allá a lo lejos: materia, energía, luz, lo que sea. Te cuestionas el por qué, te imaginas las maravillas que pueblan ese espacio aparentemente sin fin, y sueñas (lo sueñas siempre, despierto o dormido, es el sueño en mayúsculas…) con poder ir allí, con dar un pequeño paso hacia lo alto, abrirte camino a las estrellas.

Empiezas a pensar qué seres pueden habitar esos mundos distantes, planetas como la Tierra. Barruntas cómo pueden ser sus juegos, si tendrán escuelas, y si habrá niños extraterrestres mirando, al mismo tiempo que tú, el espacio y haciéndose las mismas preguntas. Hay un poder inconcebible en esta idea, la de que pueda haber otros seres pensantes allá a lo lejos. Es demasiado asombrosa para ser mera idea: debe ser cierta. Y es una idea que casi te hace llorar, por lo que implica, por lo que podría suponernos, a los terrestres, conocer a otro ser así…

La Vía Láctea es la revelación más espectacular que cualquier colegial puede hacer por sí mismo. Nunca esperas que algo “así” exista. La aparición de esa vastísima caterva de astros, innumerables, incontables, inagotables te deja sin aliento. Y esas nubes algodonadas brillantes, acompañadas por vacíos oscuros, como adheridas a un esqueleto cósmico ¿qué es todo eso? ¿De dónde ha surgido? Con la boca abierta y el cuello dolorido, te dejas llevar, y vas muy lejos… Pierdes la noción del espacio, y la del tiempo (mucho más tarde comprenderás que van unidas, como una pareja de baile…), y el universo te arrastra y enamora para siempre.

Al poco vuelves a controlar la situación. Apenas oyes unas voces que te llaman. Es mamá, que, desde dentro de casa, te pide que vayas a ayudarla a poner la mesa. Le gritas que bien, que enseguida vas. Haces caso a tu madre; pero al coger las servilletas y los cubiertos no puedes evitar mirar a través de la ventana de la cocina… Allí siguen, las estrellas: te guiñan, parecen sonreírte, te están diciendo algo. Ya sabes qué es.

Tus ojos brillan, mientras colocas los vasos sobre la mesa. Brillan casi tanto como las luces que acabas de descubrir, y que te acompañarán como amigas inseparables, también para siempre.

Ése es el Big Bang de tu particular universo. Acaba de nacer tu Cosmos.

Nútrelo como se merece, y nunca te defraudará.

Imagen: Tunç Tezel (TWAN)

9.10.11

La patria del hombre



Al filósofo presocrático griego Anaxágoras de Clazómenas (siglo V antes de Cristo) le amonestaron, en una ocasión, por dedicar demasiado tiempo a temas naturalistas y reflexiones cosmológicas, dejando en cambio al margen cuestiones de corte política o social. Había vendido toda su herencia para que otros se preocuparan por obtenerle rendimiento y, así, él pudiera dedicarse a meditar y pensar. Se le acusaba, a Anaxágoras, de esforzarse poco en mejorar la pólis, de menospreciar su patria. Pero Anaxágoras respondió, elevando su dedo hacia el firmamento: “Mi patria me importa muchísimo”...

Querían hacer de la patria anaxagorea algo limitado, cerrado, exclusivo. Pero él se sentía como un cosmopolita en sentido auténtico.

¿Nos sentimos hoy así, todos nosotros?

(Imagen: Stephane Vetter (Nuits sacrées)

5.8.11

Exploración y humanidad



Hay gente que opina que los costes de la exploración espacial son demasiado altos y sus recompensas insuficientemente valiosas. Porque aumentan nuestro saber, sí, pero no sirven para solucionar problemas sociales, curar enfermedades o erradicar la pobreza. Y, sin embargo, cualquiera que contemple una imagen como ésta, la de otro mundo girando alrededor del Sol con sus majestuosos anillos de polvo cortados finamente por las sombras, debería entender que la investigación del espacio es algo más que saber. Nos remite a un impulso ancestral de conocimiento, ciertamente, pero además nos permite un cambio absoluto de perspectiva en la forma en que observamos el Cosmos y a nosotros mismos.

El conocimiento que se desprende de toda exploración es importante, qué duda cabe, pero lo que se busca en realidad es un cambio, una transformación de nuestro pensamiento. En esa interrelación entre saber y revolución mental la exploración espacial juega un papel fundamental, porque sus hallazgos nos transportan hasta otra dimensión a la hora de concebir cuál es el lugar de nuestra civilización. Desde la conquista de la Luna, hace casi cuatro décadas, hasta esta foto de Saturno tomada por la sonda Cassini hace unas semanas, persiste un nexo común: el de ir más allá, para cambiar nuestra forma de entender el inmenso universo y, con ello, nuestra propia esencia humana.

Estamos viviendo en una época extraordinaria, de descubrimientos constantes y nuevas revelaciones acerca del universo, cada vez más fundamentales. Pero aunque no fuese así, aunque la exploración espacial no nos diera el camino a seguir en pos de un mayor saber intelectual, seguiría siendo vital para nuestra especie, y ello porque las sondas, las naves y estaciones espaciales y los ingenios humanos lanzados al espacio profundo nos permiten abrazar un enfoque radicalmente nuevo de quiénes somos, en relación al Cosmos.

Una única imagen del universo, como ésta de Saturno, nos sirve para entender por qué tenemos que explorar el espacio: una especie que no avanza hasta el más allá está sentenciada a muerte. E ir más allá significa, sin más, dejar atrás lo ya sabido, aquello que nos ha hecho humanos, y dar otro paso hacia lo imposible. Hace tan sólo unas décadas, una imagen como la de Saturno era una tarea más allá de nuestras posibilidades. Hoy es pura rutina.

El cambio de perspectiva es lo que debe movernos, más que el provecho práctico de nuestra exploración. A la larga, dicho cambio puede significar, gracias al estudio del Cosmos, nuestra propia supervivencia, por ofrecernos una visión del verdadero lugar y trascendencia de nuestra especie; esta nueva concepción tendrá como núcleo nuestras diferencias dentro de un marco humano común, unido ante la diversidad del Cosmos y su indeferencia ante nuestro propio destino. Esa unidad humana es, justamente, la que hoy más que nunca necesitamos. Y quizá sea la exploración espacial la que nos la proporcione.

(Publicado en El Hermitaño, el 7 de marzo de 2007)