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5.8.11

Exploración y humanidad



Hay gente que opina que los costes de la exploración espacial son demasiado altos y sus recompensas insuficientemente valiosas. Porque aumentan nuestro saber, sí, pero no sirven para solucionar problemas sociales, curar enfermedades o erradicar la pobreza. Y, sin embargo, cualquiera que contemple una imagen como ésta, la de otro mundo girando alrededor del Sol con sus majestuosos anillos de polvo cortados finamente por las sombras, debería entender que la investigación del espacio es algo más que saber. Nos remite a un impulso ancestral de conocimiento, ciertamente, pero además nos permite un cambio absoluto de perspectiva en la forma en que observamos el Cosmos y a nosotros mismos.

El conocimiento que se desprende de toda exploración es importante, qué duda cabe, pero lo que se busca en realidad es un cambio, una transformación de nuestro pensamiento. En esa interrelación entre saber y revolución mental la exploración espacial juega un papel fundamental, porque sus hallazgos nos transportan hasta otra dimensión a la hora de concebir cuál es el lugar de nuestra civilización. Desde la conquista de la Luna, hace casi cuatro décadas, hasta esta foto de Saturno tomada por la sonda Cassini hace unas semanas, persiste un nexo común: el de ir más allá, para cambiar nuestra forma de entender el inmenso universo y, con ello, nuestra propia esencia humana.

Estamos viviendo en una época extraordinaria, de descubrimientos constantes y nuevas revelaciones acerca del universo, cada vez más fundamentales. Pero aunque no fuese así, aunque la exploración espacial no nos diera el camino a seguir en pos de un mayor saber intelectual, seguiría siendo vital para nuestra especie, y ello porque las sondas, las naves y estaciones espaciales y los ingenios humanos lanzados al espacio profundo nos permiten abrazar un enfoque radicalmente nuevo de quiénes somos, en relación al Cosmos.

Una única imagen del universo, como ésta de Saturno, nos sirve para entender por qué tenemos que explorar el espacio: una especie que no avanza hasta el más allá está sentenciada a muerte. E ir más allá significa, sin más, dejar atrás lo ya sabido, aquello que nos ha hecho humanos, y dar otro paso hacia lo imposible. Hace tan sólo unas décadas, una imagen como la de Saturno era una tarea más allá de nuestras posibilidades. Hoy es pura rutina.

El cambio de perspectiva es lo que debe movernos, más que el provecho práctico de nuestra exploración. A la larga, dicho cambio puede significar, gracias al estudio del Cosmos, nuestra propia supervivencia, por ofrecernos una visión del verdadero lugar y trascendencia de nuestra especie; esta nueva concepción tendrá como núcleo nuestras diferencias dentro de un marco humano común, unido ante la diversidad del Cosmos y su indeferencia ante nuestro propio destino. Esa unidad humana es, justamente, la que hoy más que nunca necesitamos. Y quizá sea la exploración espacial la que nos la proporcione.

(Publicado en El Hermitaño, el 7 de marzo de 2007)

16.5.09

Reflexiones sobre civilizaciones extraterrestres

La vida nace de las estrellas. Formamos parte de todo el proceso de creación de una manera mucho más trascendental de lo que nos imaginamos. La materia de que estamos hechos vagó lentamente durante millones de años en el espacio que circundaba al Sol antes de arremolinarse en un planeta pequeño y rocoso, el tercero desde la estrella principal. Con el tiempo, esa materia se vio inmersa en procesos químicos y físicos que le llevaría a constituir la vida. Y, más tarde, la vida tuvo la suerte de transformarse en inteligencia y, aún después, en conciencia y conocimiento. Viendo así la cuestión, no parece demasiado complicado que estos mismos hechos se hayan repetido en otras partes. Al menos, hay bastante seguridad en que los primeros pasos descritos puedan ser habituales en el Cosmos, pero ¿y los últimos?. ¿Es normal encontrar civilizaciones inteligentes y tecnológicas como la nuestra, o somos una especie extraordinariamente insólita?

No se puede responder aún a esta pregunta, lógicamente, dado que no tenemos datos que puedan apoyarla o rebatirla. Debemos especular, por lo tanto, y cuando especulamos entramos en un terreno poco firme, de mucha amplitud y escasa objetividad. Ello ha hecho que los grandes científicos que se hayan ocupado de esta cuestión hayan tenido opiniones muy divergentes, incluso hasta radicalmente opuestas-

Aquí no voy a discutir acerca de si las civilizaciones como la nuestra o más avanzadas son posibles. Daré por sentado que así es, dado que, en mi opinión, pese a que para la aparición de la inteligencia similar a la humana haya sido necesario todo un rosario de hechos casi casuales y arbitrarios, esos mismos hechos vistos desde otro prisma no parecen ser tan fortuitos o accidentales. Es cierto que hay motivos para suponer que un pequeño cambio en la evolución de la vida terrestre habría imposibilitado la inteligencia, pero creo que, más tarde o más temprano, ello hubiera sucedido; tal vez dentro de unos cuantos millones de años, o más, pero con el tiempo habría llegado la inteligencia y, con ella, la consciencia y la tecnología. De modo que supongamos que la inteligencia surge, más o menos espontáneamente, en muchos mundos diferentes a la Tierra, aunque para ello deba transcurrir un enorme periodo de tiempo. Así las cosas, preguntémonos por qué motivo otras civilizaciones no hay llegado a la Tierra y han establecido contacto con nosotros, si resulta que hay tantas y algunas de ellas, por lógica, son más evolucionadas que la nuestra y han desarrollado ya mecanismos e ingenios espaciales para el viaje entre las estrellas.

Antes, sin embargo, detengámonos ante la idea de extrema insignificancia temporal que constituye el ser humano. Es muy utilizado el clásico “calendario cósmico”, que representa, en un año, todo el intervalo de tiempo que abarca desde el inicio del Universo hasta la actualidad. Corresponde, en total, comprimir unos 15.000 millones de años en 365 días. A esa escala, cada 24 días del año equivale a unos mil millones de años de tiempo real, cada día a unos 40 millones de años, y un solo segundo del calendario serían 475 años reales. Según esto, el Big Bang, el origen del universo, sucedió lógicamente el 1 de enero. Nuestra galaxia, la Vía Láctea, no apareció hasta los primeros días de mayo (figura 1), y el Sol no existió hasta el 9 de septiembre. El planeta Tierra apareció unos días más tarde, y un mes después las primeras formas de vida primitiva nadaban por los recién formados océanos terrestres. Hasta un mes después (15 de noviembre) no hubo células con núcleo, y fueron necesarios otros 30 días más para que los gusanos hiciesen acto de presencia. A partir de entonces cada día del calendario cósmico es importante en la historia de la evolución biológica; el 17 de diciembre aparecen los invertebrados, el 19 los vertebrados, y el 20 los primeros vegetales cubrían el suelo de la Tierra. El 21 de diciembre los insectos se presentan al mundo, y el 23 los dinosaurios comienzan a colonizar el planeta. El día de nochebuena de nuestro calendario marca la aparición de pequeños seres de sangre caliente y cuerpo peludo, los mamíferos. Las aves surgen el 27 de diciembre y la jornada siguiente contempla la extinción de los dinosaurios y la llegada de las flores. El 29 y 30 de diciembre los grandes cetáceos gobiernas los océanos de la Tierra, y los primeros primates aparecen en escena. El último día del año, que recordemos abarca 40 millones de años, es testigo de cambios fundamentales; pero todo ello tendrá lugar en las últimas dos horas del 31 de diciembre; en los primeros minutos de las 22:00 horas aparecen los homínidos, pero sólo a las 23:00 se fabrican las herramientas de piedra que será una de las más primitivas huellas del carácter humano. Sin embargo, el fuego sólo se controlará hacia las 23:46 del 31 de diciembre, y las pinturas rupestres que llenaban las cuevas mediterráneas y del resto de Europa serán una realidad a las 23:59. La agricultura y la aparición de las grandes dinastías tendrán lugar en los primeros segundos de ese último minuto, pero para encontrar la historia escrita debemos avanzar hasta los últimos diez segundos del último minuto del último día del año. Las grandes pirámides de Egipto, por ejemplo, se erigen a las 23:59:51, mientras que el descubrimiento de América se realizará a las 23:59:58. Si queremos abarcar la historia del último siglo de la Humanidad no nos sirven ya los segundos, debemos reducir la escala a centésimas de segundo para conseguirlo. Cuando en 1961 Yuri Gagarin iniciaba la carrera de nuestra especie en el espacio, sólo restaban 5 centésimas de segundo para la medianoche, algo más de 4 cuando el Apollo 17 abandonó la Luna, y poco más de 1 centésima de segundo cuando el Hubble fotografió por primera vez el espacio con su ojo defectuoso.



Figura 1: imagen del centro galáctico, en la dirección de la constelación de Sagitario. Son fácilmente observables las zonas oscuras, llenas de polvo, y multitud de puntos brillantes. Cada uno de ellos es un astro como el Sol. La Galaxia de la Vía Láctea, la nuestra, alberga más de 100.000 millones de estrellas en sus dominios. ((c) 1980 Anglo-Australian Telescope Board, David Malin)

Esta el la historia de la materia, de la vida, y de la Humanidad reducida a un año. Lo más importante de todo ello es, como decíamos, la baladí presencia humana en el calendario cósmico. Resulta que nuestra inteligencia actual sólo ha existido durante el último minuto del 31 de diciembre. Todo el espacio temporal restante está exento de presencia humana tal y como somos ahora; es decir, el 99,9999981% del tiempo total del Universo. Por tanto, la inteligencia verdaderamente humana ocupa una fracción prácticamente despreciable de la existencia del Cosmos, y es posible que, de ser el caso humano un término medio, las restantes civilizaciones estén en una fase de evolución similar a la nuestra. Pero, por supuesto, debe haber otras que estén por delante de nosotros, en materia de tecnología y capacidad de exploración. ¿Por qué no han llegado a la Tierra, pues? ¿Cuánto tiempo necesitaríamos nosotros para empezar nuestras exploraciones del espacio interestelar, al ritmo de evolución seguido en los últimos minutos del calendario cósmico?

Aunque para ello debamos recurrir a la especulación más simple, imaginemos que prosigue nuestra mejora tecnológica mucho más que proporcionalmente al paso del tiempo. Como máximo en dos centésimas de segundo viajaremos a Marte con vuelos tripulados, y será cuestión de un segundo completo para que colonicemos y hagamos nuestro el sistema solar (medio milenio, en realidad). Será necesario mucho más tiempo para llegar a las estrellas, pero si en el futuro descubrimos la manera de viajar hasta ellas de una manera rápida, económica y fiable, entonces tal vez podamos comenzar la exploración interestelar dentro de los próximos 2 o 3 segundos de nuestro calendario cósmico. Obviamente, a medida que las distancias se van agrandando, también se alarga el tiempo necesario para conseguir nuestros objetivos; posiblemente sean indispensables varias horas del calendario si queremos colonizar el brazo espiral de la Galaxia en donde nos hallamos, o incluso más. ¿Y toda la Galaxia? Quizá necesitemos unos 25 días, o un mes entero, quién sabe (más de 1.000 millones de años, en términos reales). Si fuera factible la exploración de otras galaxias ajenas a la nuestra, algo que está más allá de las posibles que podemos imaginar, al menos por el momento, tal vez haría falta medio año cósmico, es decir, unos 8.000 millones de años, la mitad de la edad del Universo actual (figura 2). La visita a las galaxias más remotas del Cosmos podría necesitar el doble o el triple de ese tiempo.



Figura 2: el cúmulo de Hércules, Abell 2151, repleto de galaxias de todos los tipos y tamaños. Situado a la nada despreciable cifra de 360 millones de años luz, si la Humanidad estuviese en condiciones de explorarlo, tal vez serían necesarios varios meses de nuestro calendario cósmico ficticio para hacerlo, es decir, alrededor de 3.000 millones de años, cómo mínimo, suponiendo un avance tecnológico como el que ha sufrido la especie humana en los últimos tiempos. Tal vez podamos llegar hasta el Cúmulo de Hércules más pronto, si se descubren métodos de viajes intergalácticos rápidos y económicos, o tal vez nunca podamos ir hasta allí, por ser las distancias demasiado grandes. (National Optical Astronomy Observatories/N.A. Sharp)

Pero si suponemos que en nuestra Galaxia existen civilizaciones extraterrestres, y si pensamos que nuestros cálculos para explorarla son correctos, serían necesarios como mucho 1.000 millones de años después de la aparición de la inteligencia para que esas civilizaciones iniciasen sus viajes interestelares en busca de otros compañeros cósmicos. En nuestro caso sólo han transcurrido dos millones de años desde la inteligencia humana más primitiva, pero el nuestro es un caso reciente, porque el Sol y la Tierra son cuerpos celestes relativamente jóvenes. Hay otras estrellas más viejas que el Sol que deben tener sus planetas, igualmente viejos, nacidos hace mucho tiempo. Si en esos planetas se desarrolló la inteligencia, nuestros colegas cósmicos estarían en nuestra situación actual hace millones de años, o incluso más. De modo que, pese a que pueda haber civilizaciones contemporáneas a la nuestra, y otras que aún no han aparecido, de igual manera habrá otras más que nos superen en capacidad tecnológica. Ésas son las que nos interesan ahora. ¿Por qué, si han tenido en tiempo suficiente para explorar vastos territorios del Universo (figura 3), no nos han visitado aún?



Figura 3: distribución en el espacio de 2 millones de galaxias. Cada uno de los puntos grumosos corresponde a una galaxia individual, que contendrá unos 100.000 millones de estrellas por término medio. Si suponemos que sólo un 0,00005% de esas estrellas tiene planetas con vida inteligente como la nuestra, resulta que esta panorámica del Cosmos puede estar albergando 100.000.000.000 (cien mil millones) de civilizaciones tecnológicas. Y ello pese a que los 2 millones de galaxias son una cifra insignificante con la cantidad total de galaxias que hay en el Universo conocido. (Dept. of Astrophysics, University of Oxford)

Es evidente que puede haber muchas civilizaciones tecnológicas, o puede igualmente que haya muy pocas, depende de las suposiciones que hagamos. La famosa ‘Ecuación Drake’ nos ayuda a clarificar el número hipotético de ellas en base a los valores que demos a los diferentes factores de la ecuación. Si elegimos valores optimistas, obtendremos una cifra muy alta de civilizaciones, si por el contrario somos más pesimistas, la cifra será más bien pequeña. No entraremos a describir esta ecuación porque tal vez lo hagamos en otro artículo, pero supongamos, de nuevo, unos valores medios para los factores que integran la ecuación, dando por supuesto que nos interesa saber no sólo el número de civilizaciones que puede haber, sino en concreto aquellas que puedan estar más evolucionadas que la nuestra. Para ello, modificaremos un poco los valores que daremos a los factores como el número de estrellas de la galaxia (menor del actual, por lógica, ya que nos interesan sólo las estrellas más viejas que el Sol), la proporción de estrellas simples de tipo solar (también menor, por idéntico motivo) y el porcentaje de estrellas que pueden tener sistemas planetarios (menor igualmente porque tratamos tiempos en donde la cantidad de gas en la galaxia era inferior al actual). A los demás factores les daremos valores corrientes. El resultado no es demasiado esperanzador: 280 civilizaciones tecnológicas en la Vía Láctea en este momento superiores a la nuestra. Aunque el número parezca elevado, la Galaxia es muy grande.

Y ello pese a que he considerado los valores más optimistas posibles; un cálculo pesimista arrojaba el triste resultado de una sola civilización tecnológica. Una sola superior a la nuestra en toda la inmensidad de la Galaxia. Si fuera cierto, no sería en absoluto extraño que no nos hubiesen visitado hasta hoy.
Pero si aceptamos el número, totalmente hipotético y especulativo, por supuesto, de 280 mundos habitados con inteligencia y capacidad tecnológica, entonces ¿por qué no han sido capaces de llegar hasta la Tierra?

Dejando aparte la cuestión de los OVNI’s, que aunque sean objetos voladores no identificados no por ello son naves extraterrestres, y suponiendo que no representan la evidencia de visitas de seres de otros mundos, hay muchos motivos por lo que no han contactado con los seres humanos.

En primer lugar, en la ecuación hemos de tener muy en cuenta también un factor sumamente arbitrario, el tiempo que una civilización tecnológica se mantiene estable en un planeta habitable, es decir, la supervivencia de esa civilización. Si miramos nuestro ejemplo, ese tiempo podría resultar ser muy corto (vistos los acontecimientos del pasado siglo y viendo por donde van en el actual), pero tampoco debemos extrapolar nuestro caso al Cosmos restante. Tal vez las civilizaciones tecnológicas no sean tan bélicas y destructivas como nosotros, y puedan perdurar mucho tiempo en armonía y prosperidad en su mundo, explorando el espacio interestelar para beneficio de su cultura y de sus generaciones futuras. Para el cálculo, he supuesto unos 15.000 años de supervivencia para una civilización cualquiera. Si somos optimistas, podemos elegir un valor más alto, digamos de 30.000 años, y así el número de civilizaciones se duplica hasta casi las 600 en la Vía Láctea. Si por el contrario tenemos pocas esperanzas en la perdurabilidad de las inteligencias tecnológicas, entonces redujamos el valor hasta un décimo del valor original, unos 1.500 años; ello sugiere sólo 30 civilizaciones tecnológicas superiores a la nuestra en todo el espacio galáctico. Teniendo en cuenta que en la actualidad la Vía Láctea alberga unos 200.000 millones de estrellas, y un 30% son como el Sol, también resulta comprensible que, si son tan pocos mundos avanzados, aún no hayan dado con nuestra cultura.

Pero volvamos a un tiempo de supervivencia de 15.000 años. ¿Es un tiempo razonable para que las civilizaciones superen barreras físicas y encuentren las maneras idóneas de viajar por el espacio sin las ataduras que, por ejemplo, suponen hoy para nosotros, que necesitaríamos dos años sólo para ir y volver a Marte, una distancia ridícula en comparación con la que nos separa de incluso la estrella más próxima? ¿Y si resultara que, pese a la posibilidad de que una civilización avanzada viviera en paz y sin autodestruirse durante un tiempo ilimitado, no pudiera sobrevivir lo suficiente para desarrollar la tecnología necesaria para alcanzar otras estrellas? Tal vez esa civilización aumente de población desproporcionadamente, y no pueda controlar la natalidad, de modo que las materias primas y los alimentos del planeta se agoten y la civilización desaparezca o, como mínimo, mengue hasta que no pueda volver a emplear su tecnología para la exploración, sino que deba utilizarla para la supervivencia de unos pocos. ¿Es un tiempo muy corto 15.000 años? Seguramente sí. Además pueden surgir otros problemas que pongan en peligro esas otras culturas extraterrestres.

Los hay obvios, como las posibles amenazas en forma de asteroides o cometas que impacten contra los mundos habitados. Pero pese a su lógica, son fenómenos bastante infrecuentes o contemplan periodos de tiempo muy largos para que sean peligros a tener en cuenta.

Otros se derivan de la necesidad de las civilizaciones tecnológicas de un aumento constante de la cantidad de energía a utilizar, para poder continuar su desarrollo tecnológico. Hemos vivido un ejemplo muy claro en nuestro propio planeta; el carbón aumentó enormemente la capacidad tecnológica humana, así como la calidad de vida, y el paso del carbón al petróleo ha elevado aún más todo ello, hasta los sorprendentes niveles actuales. Sin embargo, hay una dificultad; estos combustibles son fósiles, finitos y no renovables. Si queremos mantener nuestro nivel de vida y mejorar la tecnología de forma que podamos viajar a las estrellas el petróleo es insuficiente, a todas luces. Debemos encontrar un sustituto fácil de obtener, abundante y que sea aplicable con sencillez para nuestros propósitos. Pero, ¿y si no lo encontramos? ¿Y si, pese a que siempre hemos tenido la seguridad de que encontraríamos la solución, al final no lo hacemos? Ello significaría, sin más, el fin de la exploración humana del Universo. Sin una fuente de energía fiable no hay evolución tecnológica, y sin ella, se agotan las esperanzas de viajes interestelares. ¿Podría esto haberle sucedido a otras civilizaciones? Nada hay que nos sugiera que siempre debamos ser lo suficientemente inteligentes para solucionar nuestros problemas energéticos. Tal vez llegue el momento en que no podamos seguir avanzando y nos conformemos con mirar las estrellas, sin llegar nunca hasta ellas, por incapacidad o por falta de previsión. Y en otras partes quizá haya sucedido algo parecido.

Otra cuestión fundamental es la dificultad (o no) de los viajes interestelares. A nuestros ojos, un viaje hasta Proxima Centauri, a sólo 4,2 años luz de distancia, es toda una odisea, irrealizable por completo, siempre según la tecnología y conocimientos actuales. Es cierto que no hay por qué pensar que ello seguirá así siempre. Tal vez en un momento dado demos con la clave de esos viajes y podamos transponer las distancias entre estrellas con gran facilidad. Pero la Relatividad incorpora una serie de elementos de difícil superación, como son la dilatación del tiempo a velocidades de viaje cercanas a la luz y la cantidad de energía necesaria para alcanzar esas velocidades. Todo ello, hasta cierto punto, prohíbe un viaje interestelar turístico, de modo que no vemos clara la viabilidad de este tipo de periplos por el espacio. Al menos, por el momento. Culturas extraterrestres pueden haber desarrollado ya, sin embargo, la tecnología necesaria para superar esas mismas barreras de la relatividad y quizá estén viajando de un extremo a otro de la galaxia con relativa facilidad. Esto tal vez sea un sueño, pero por ahora no es sueño absurdo. Quizá el tiempo nos confirme su veracidad, aunque viendo la realidad más cercana (la nuestra), los viajes interestelares son una utopía de dimensiones épicas. Es posible que unas pocas culturas sí puedan realizar estos viajes, pero no la mayoría, de modo que sea también muy complicado que nos hayan visitado en alguna ocasión.

Un problema más sobre el por qué no vemos naves extraterrestres surcando nuestros cielos tal vez se deba a la idiosincrasia de los propios pueblos alienígenas. Por supuesto esto es especular mucho, pero no resulta descabellado suponer que, posiblemente, esos pueblos no tengan ningún interés en nosotros. Puede ocurrir que culturas que han alcanzado un determinado nivel de vida y prosperidad material no sientan deseos de exploración espacial, aunque posean alta tecnología. Nosotros no somos así, obviamente, tenemos fuertes estímulos en nuestro interior que nos incitan a la exploración de lo desconocido, por lo que la curiosidad, tal vez, sea patrimonio de unas pocas formas de vida inteligente (no obstante, en las diversas familias de seres vivios terrestres dotados de cierta inteligencia casi siempre se observa el componente de la curiosidad y el deseo de aprender algo nuevo).
De modo que nos encontramos ante un panorama ambiguo; por una parte, tenemos los cálculos teóricos, que nos indican que posiblemente haya en la Vía Láctea una gran cantidad (relativamente hablando) de mundos que posean civilizaciones tecnológicas (no sólo superiores a la nuestra), pero por otra parte nos encontramos con que no hemos recibido visita alguna de ellas. Esto es lo que se conoce como ‘Paradoja de Fermi’. Sin embargo, hemos visto que hay motivos más que suficientes para que muchas civilizaciones tengan dificultades o, simplemente carezcan del deseo necesario, para los viajes interestelares. No se trata pues de considerar que no existen esas civilizaciones, sino que posiblemente estos viajes tienen un componente demasiado complejo que los hace inviables, al menos para la mayoría de las culturas extraterrestres (incluida, de momento, la nuestra).

Si esto es cierto, tal vez seamos nosotros los que debamos idear los nuevos métodos de viaje por las estrellas. O quizá recibamos ayuda, en el instante más inesperado, de una coalición Interestelar dedicada a proporcionar la tecnología necesaria a los mundos con la inteligencia precisa. Quién nos dice que, dentro de unos cuantos días en el calendario cósmico, no seremos nosotros quiénes viajemos entre los mundos habitados de la Galaxia en busca de nuevas y excitantes culturas inteligentes, para dotarlas de los ingenios que les permitirán, a su vez, extenderse por todo el Universo conocido, si así lo desean. Sería un vuelco total del clásico temperamento humano, pero si queremos participar de manera directa en la evolución de la inteligencia allende la Tierra, ello es imprescindible. Quizá con sólo unos pocos segundos más de nuestro calendario empezaremos por fin nuestro viaje por entre el polvo y el gas de nuestra Vía Láctea.

- Bibliografía:

- Vida más allá de la Tierra, J. Achenbach, National Geographic, nº 1, volumen 6, enero 2000, págs. 24-51.
- ¿Civilizaciones en el Universo?, A. González Fiaren, F. Anguita, Astronomía nº 46, abril de 2003, págs. 22-30.
- Los dragones del Edén, Carl Sagan, Crítica, Barcelona, 2002.
- Civilizaciones extraterrestres, Isaac Asimov, Bruguera, 1981.

31.1.09

"Cambio climático y medios de comunicación: la necesidad de un marco sereno de divulgación científica"

Vivimos en la era de la información, en una etapa del saber científico sin precedentes y con unos recursos divulgativos como jamás han existido. Disponemos de los medios necesarios para explicar a las personas todo lo relacionado con la ciencia, el conocimiento del mundo y sus maravillas. Es una época en la que la sociedad mejor puede recibir de los científicos y los escritores divulgativos el legado de siglos de curiosidad e investigación acerca de la naturaleza. Es, por tanto, un tiempo magnífico para aprender y enseñar ciencia. Sin embargo, también es el momento propicio para que, algunos, aprovechen el prestigio y el valor de la ciencia con el fin de manipularla y que sirva a sus propios intereses. Y esto puede ser peligroso, porque puede confundir y desorientar a quienes sienten atracción por los grandes temas científicos. Tal vez sea en la cuestión del cambio climático donde más pueda advertirse esto.

Partamos del hecho, totalmente obvio, de que el clima sólo lo comprenden razonablemente bien los científicos dedicados a la climatología. Por tanto, debería ser a ellos a quienes acudiéramos para hallar la información más veraz acerca del cambio climático. ¿Cómo hacerlo? Fundamentalmente, a través del IPCC, o Panel Intergubernamental del Cambio Climático, un consorcio científico internacional que, auspiciado por Naciones Unidas, aglutina a la mayoría de expertos en climatología y otras ramas científicas afines. Desde el IPCC se nos dice, en primer lugar y entre muchas otras cosas, que la temperatura global del planeta ha aumentado en 0,6º C en sólo los últimos treinta años, y alrededor de 0,8ºC desde principios del siglo pasado. En segundo lugar, se advierte que, en buena parte, el responsable de ese incremento ha sido la actividad humana, por medio de la emisión de grandes cantidades de dióxido de carbono a la atmósfera que tienden a acentuar el efecto invernadero. Y, en tercer lugar, basándose en sus modelos climáticos informatizados, se predice que la temperatura planetaria en 2100 podrá aumentar, en promedio, unos 2,4º C respecto a los valores actuales. La primera de las afirmaciones es irrefutable, por lo menos en cuanto a las temperaturas superficiales; la segunda algo más discutible, sobre todo a la hora de determinar hasta dónde es responsable, dentro de la corriente al alza de las temperaturas, la mano del hombre, si bien no cabe duda de que afecta al sistema climático; mientras que la tercera es fruto de una modelización de los distintos parámetros que constituyen el funcionamiento del clima, modelización que sólo podemos entender como plausible, pero no como una certidumbre absoluta (entre otros motivos, porque aún no comprendemos completamente el forzamiento radiativo de las nubes y los aerosoles, el ciclo geológico del carbono, los entresijos de la Corriente del Golfo, etc.).

Por tal motivo existen, naturalmente, voces disidentes y científicos que no se avienen, en relación a las dos últimas cuestiones, con los resultados pronosticados. O bien creen que la influencia humana es menor de lo sospechado, o que las consecuencias y efectos del cambio climático a largo plazo serán menos dañinos en términos generales. Este desacuerdo, en todo ámbito científico, es provechoso y saludable; la discusión de ideas encontradas es la semilla de la ciencia, de las que brotan posteriormente frutos en forma de conocimiento y nuevos saberes. Muchas veces, este antagonismo intelectual allana el camino hacia la verdad y produce resultados inesperados. Sin embargo, en lo referente al cambio climático los medios informativos acostumbran a presentar a los escépticos como sujetos poco honestos, favorecidos económicamente por empresas multinacionales y dedicados a vender entelequias con un fin egoísta y lucrativo. Esto ocasiona un daño terrible a la ciencia, porque mancilla la dignidad de investigadores cuya honradez, como cualquier otra persona, no puede ponerse en duda a no ser que se demuestre fehacientemente lo contrario. Y esto siempre a posteriori, nunca a priori, como se está haciendo, sin embargo, en demasiadas circunstancias y desde demasiados medios.

La cuestión del maltrato a los disidentes llega a extremos dantescos por parte de ciertos sectores, como algunas colectividades ecologistas, lo cual es grave aunque no demasiado sorprendente, o incluso desde púlpitos con carácter científico o ligeramente político, lo cual no sólo es grave y sorprendente, sino inaceptable. Un ejemplo lo hallamos en Al Gore, reciente premio Nobel de la Paz (galardón compartido, precisamente, con el IPCC). Pese a que no podemos recelar de sus buenas intenciones, su desprecio a los escépticos (como botón de muestra, sus declaraciones acerca de equipararlos con quienes niegan la llegada de los tripulantes de las misiones Apolo a la Luna, o también, los que siguen creyendo que la Tierra es plana) es desafortunado, incomprensible y grosero. Los científicos siempre pueden dudar de las conclusiones de otros colegas suyos, solicitando argumentos, pruebas y observaciones que respalden sus opiniones. Pero resulta imprescindible hacerlo desde el respeto y la tolerancia hacia quienes no comparten nuestras posturas. Otro caso, por citar alguno famoso, es el de James Lovelock. Si bien se trata de un reputado científico, también es un ecologista convencido; tal vez por ello sostiene que «quizá la estridencia de los escépticos sobre el calentamiento global oculta su miedo a estar equivocados». Posiblemente lleve razón, pero son también muchas las ocasiones en que parecen ser más estridentes y alarmistas, precisamente, aquellos que sostienen la actitud contraria a estos. Para ejemplo, la del presidente del IPCC, R. K. Pachauri, quien no dudó en esperar, del último informe de este Panel (2007), que este provocase una «conmoción» en la gente, lo cual sería favorable para que los gobiernos, quienes supuestamente representan al pueblo, iniciaran políticas más agresivas para la reducción de la emisión de los gases de efecto invernadero, entre otras medidas. Tal vez sea útil y conveniente ejecutar estas reducciones de las emisiones, o tal vez no, pero no corresponde al IPCC inclinar la balanza hacia ninguna de las dos posibilidades. Su cometido, de hecho, como el mismo Panel afirma, es la de ofrecer, y esto ya es suficientemente importante, una información neutral, sin predisposiciones ni favoritismos.

Las deficiencias en nuestro entendimiento del clima y las discrepancias de los detalles científicos sobre el calentamiento global no debe evitar reconocer, sin embargo, que sabemos lo suficiente para establecer unas líneas maestras que, a grandes rasgos, nos indiquen cuál va a ser el ambiente futuro de la Tierra. Las previsiones, desgraciadamente, no son buenas ni económica ni socialmente. Estas sugieren, en efecto, que habrá que reestructurar nuestros modos de vida, reducir ciertos excesos de consumo y apostar por energías renovables, en la medida de lo posible para satisfacer las demandas energéticas de la población. También padeceremos un intenso estrés hídrico, además de otras penurias como elevación del nivel de los mares, quizá huracanes más violentos, más inundaciones y un aumento de los casos de malaria y pobreza, además de un incremento notable del hambre en los países subdesarrollados, aunque esto no sea únicamente responsabilidad del cambio climático.

Las secuelas de dicho cambio climático van a ser probablemente una realidad aunque hagamos algo, ya mismo, en cuanto a las emisiones de dióxido de carbono. La cuestión radica en saber si, por medio de ciertas acciones, podremos atenuar su impacto futuro. Una de las propuestas es la del Protocolo de Kioto, establecido en 1997 como marco internacional para la reducción, en un porcentaje de poco más del 5% en relación a las emisiones de 1990, de los gases causantes del efecto invernadero. Es una valiente ambición, pero no parece demasiado factible, sin embargo, que un descenso tan exiguo vaya a atajar el aumento de temperatura de forma efectiva ―se cree que, en todo caso, podría reducir la temperatura global en unos 0,2ºC en 2100, por lo que habrá aumentado 2,2ºC, en promedio, en lugar de los 2,4º originales―. No obstante, el Protocolo podría ser beneficioso siempre que los costes de reducción de carbono fueran proporcionados y asumibles para las economías de los países implicados, y sus consecuencias claramente favorables para la industria, la sociedad y sus ciudadanos. Pero esto no resulta fácil de calcular, y los muchos factores en juego dificultan una valoración a tan largo plazo de sus costes y beneficios. Quizá haya alguna otra forma, más efectiva, de mejorar el medio ambiente sin ahogar los recursos de las naciones. Hay que continuar investigando.

Mas la controversia en torno al cambio climático no está centrada tanto en los asuntos puramente científicos o en las decisiones políticas tomadas a raíz de ellos, que como hemos visto existen y deben ser debatidos y contrastados por los especialistas, como en su difusión pública. Hemos llegado a un punto en el que los medios de comunicación, ávidos de noticias sobre catástrofes, muertes y destrucción, están invadiendo el terreno de la ciencia para apropiarse de sus hallazgos y presentarlos al mundo con talante alarmista y aterrador. Es obvio que estamos haciendo mal las cosas, que contaminamos, devastamos y arruinamos el entorno, que estamos añadiendo a la atmósfera nueva química y esquilmamos los recursos naturales. Todo esto es grave y nos está dando muchos problemas, pero es algo que puede tener solución, siempre que seamos lo suficientemente inteligentes para ponerla en práctica. No obstante, un aumento de 2,4ºC en la temperatura global en el próximo siglo, que es lo que auguran los pronósticos científicos, está lejos de producir el escenario apocalíptico y terrorífico de una Tierra sumida en un infierno de calor, aridez y conflictos. Habrá dificultades, naturalmente, a las que deberemos hacer frente, pero nada que quizá no pueda resolverse.

Por este motivo, la falta de transparencia y objetividad que presentan los medios como periódicos y televisiones, la escasa formación científica de los periodistas y la tendencia, cada vez más acusada, hacia el sensacionalismo y el amarillismo en relación al cambio climático, no están ayudando a su comunicación pública y objetiva. Son infinidad las noticias con tintes catastrofistas, pero muy pocas las que hacen referencia a predicciones optimistas o menos graves, y no debido a su inexistencia, sino a su carácter templado y no alarmista. Mientras se entienda al cambio climático como una fuente de noticias impactantes y no como un tema en discusión científica permanente, evitando exagerar y dramatizar en exceso, los medios periodísticos desprestigiarán y alterarán su contenido en beneficio propio. Cuanto peor son las noticias, afirma Bjorn Lomborg, más venden los medios de comunicación, «y el clima se vende particularmente bien».

En sus escritos y comunicaciones los ejemplos ya citados de Gore y Lovelock también destilan, regularmente, ese aliento catastrofista y apocalíptico, bastante ajeno a las previsiones científicas del IPCC. Es el caso del reciente libro de Lovelock La venganza de la Tierra, que nos presenta un futuro abocado a la destrucción y al exterminio, en donde, «antes de que termine este siglo, miles de millones de nosotros moriremos [por causas derivadas del calentamiento global]». Gore, por su parte, afirma que el nivel de los mares, en este siglo, puede aumentar hasta en seis metros si se deshiela la mitad de Groenlandia y la Antártida. Sin embargo, el IPCC, en su informe de 2007, sostiene que la subida será sólo de 58 centímetros (lo que, sin duda, causará importantes apuros en algunas regiones del planeta, que habrá que enmendar), y que es altamente improbable que las dos mayores masa de hielo del planeta tengan una pérdida tan acusada en su volumen. Así, vemos la existencia de una discrepancia entre la información suministrada a la población por los medios (sean periodísticos o divulgativos) y la proporcionada por las fuentes científicas (independientemente de la postura adoptada ante el calentamiento global). Y vemos también que expresiones altisonantes de este tipo, dramatizadas e inexactas, no refieren una realidad plausible; sólo un escenario altamente improbable producto de una generosa exageración de las previsiones climáticas. En consecuencia, prestan un flaco favor a la divulgación científica seria de un tema tan relevante en el panorama cultural actual como es el cambio climático. Si acaso, forman parte mucho mejor de un lenguaje publicitario, que trata de vender y persuadir, no de un estilo científico que presenta un contexto de investigación rigurosa. Naturalmente, en la descripción de los resultados de toda exploración de la naturaleza son necesarios, en ocasiones, términos algo enfáticos y graves, y más aún si están referidos a las consecuencias hipotéticas del cambio climático a largo plazo. Sin embargo, ello no soslaya que muchas de las fórmulas empleadas en el ámbito del calentamiento global posean más de retórica y afectación que de verdad científica.

Por ello parece más necesario que nunca un nuevo marco sereno y sensato de divulgación científica, marco en el que puedan difundirse los resultados y los estudios científicos sin temor a que estos sean permanentemente alterados, no sólo en su presentación al público, sino incluso en lo radical de su contenido. El IPCC es un buen paradigma de ello, pese a sus ocasionales errores (el gráfico del palo de hockey, por ejemplo) o sesgos. Tratemos de evitar el catastrofismo. Eliminemos el dramatismo y la mención a futuros apocalípticos y sustituyámoslos por una comunicación ecuánime e imparcial. Pero, al mismo tiempo, hagamos saber también que el cambio climático puede muy bien ser una realidad irrecusable, y que es absurdo quedarnos de brazos cruzados. Estamos haciendo mal las cosas y hay que actuar. Sólo queda por decidir hacia qué dirección, con qué medios y hasta dónde estamos dispuestos a llegar.

Sin embargo, debemos hacerlo. Debemos, todos, científicos y divulgadores, esforzarnos por lograr ese difícil objetivo que es brindar a la sociedad una información lo más veraz, estricta y despojada en lo posible de dramatismos innecesarios. Cualquiera de nosotros puede equivocarse, puede dejarse llevar por el entusiasmo o los apegos a favor de una postura u otra. Es normal, somos humanos. Pero los extremos son, como ya sabía Aristóteles, desacertados, y en toda discusión debe privar el respeto y la consideración por el otro; la templanza nos permite contemplar los hechos con mayor agudeza y profundidad. Las personas, además, se merecen la mejor educación, y pueden (es más, deben) exigir información objetiva y alejada de atavíos retóricos.

La tarea es compleja. Pero la recompensa es inestimable: construir una sociedad crítica, capaz de discriminar entre sensacionalismo y ciencia, y cuyos miembros tengan acceso a un saber que les hará más libres, al disponer de todas las opciones y alternativas en el continuo discutir de los temas científicos.

Podemos y sabemos hacerlo. No perdamos más tiempo.

14.4.08

Alfa Centauri; unos vecinos con aires de superioridad

Tenemos como vecinos estelares más próximos a unos que aunque quizá no se vanaglorien por poseer una familia planetaria tan extensa como la de nuestro Sistema Solar, sí se sienten orgullosos por formar parte de un grupo de estrellas allá donde nosotros sólo tenemos una; desde un punto de vista astrofísico, el sistema de Alfa Centauri nos lleva la delantera. Son tres estrellas prometedoras contra la solitaria figura de nuestro Sol.

Es como si de los vecinos arrogantes de enfrente se tratara. Nosotros sólo tenemos un hijo; ellos tres. Y no intentan precisamente evitar la situación de deshonor que creen que ello supone para nosotros. En absoluto, siempre que pueden nos lo recuerdan. Cada vez que miramos a Alfa Centauri (aquellos que tengan acceso al firmamento meridional, ya que sólo es visible desde el hemisferio sur), su luz brillante y majestuosa (no en vano es la tercera estrella más brillante del cielo) parece sugerir que no olvidemos que en realidad no está sola en el espacio, como el Sol, sino muy bien acompañada por otros dos astros, uno de los cuales es casi un calco de ella y un otro que, aunque tenue e insignificante, cierra y armoniza el círculo estelar de todo su sistema.

Esta afrenta cósmica nunca hubiese tenido lugar si los astrónomos de la Tierra no estuvieran tan entusiasmados en observarlo y descubrirlo todo. Tras efectuar una serie de mediciones de la paralaje de Alfa Centauri (también llamada Rigel Kentaurus)[1], en 1840 se llegó a la conclusión de que esta estrella estaba muy cerca, mucho más que ninguna otra conocida. De hecho, el ángulo de la paralaje medido era muy grande, de 3,75 segundos de arco, lo cual correspondía a una distancia de nosotros extremadamente corta; sólo 4,3 años luz. Alfa Centauri se convertía así en la estrella más próxima al Sol.

Los análisis de su luz mediante el estudio de su espectro nos mostraban a una Alfa Centauri muy poco extraordinaria. Se trataba de un astro que, a priori, era muy similar al Sol. Su tipo espectral era G2V, exactamente el mismo que el de nuestra estrella, es decir, una enana amarilla corriente que pertenecía a la secuencia principal (una larga fase en la vida de las estrellas como el Sol en la que queman tranquilamente el hidrógeno en helio mediante la fusión nuclear). Por tanto, si era tan brillante (magnitud –0,04) era debido exclusivamente a que se encontraba muy cerca. Alfa Centauri tendría asimismo una temperatura superficial casi idéntica a la del Sol, aproximadamente unos 5.800º K, y su luminosidad total no sería mayor que una vez y media la de nuestra estrella. Por otra parte, sus dimensiones, las cuales pueden saberse al conocer su brillo real y su temperatura, era de 1,07 veces la del Sol. En resumen, la estrella más cercana al Sol resultaba ser su hermana gemela.

El problema vino en 1889, cuando los astrónomos de la Tierra pudieron descubrir que esta estrella en realidad no estaba sola en el espacio; tenía una compañera. Para más inri, esta segunda estrella es muy parecida a la primera, casi como su verdadera gemela. Ambas, como buenas hermanas, giran una en torno a la otra, como si jugasen eternamente al corro, en un periodo de unos 80 años, aproximadamente una vida humana. A veces se acercan hasta sólo 15 unidades astronómicas (15 veces la distancia Tierra-Sol), mientras que otras se separan al triple de distancia, tal vez debido a rabietas infantiles incontrolables. Esta segunda componente es un poco menos brillante (magnitud 1,17) debido a que es un poco menos masiva (0,85 veces la masa solar, en comparación con las 1,1 veces la masa solar de Alfa Centauri A), lo cual unido a su superior tamaño (1,22 veces el radio del Sol), provoca una temperatura más baja, de acuerdo a su tipo espectral (K1V).

Así, el Sol se quedó aislado, desamparado: Alfa Centauri tenía su propia gemela (figura 1), despreciando como tal al Sol y relegando a este a una vagabundeo solitario para siempre. Pero la humillación aún no había acabado. Si no era ya suficiente irritación para el Sol tener que pasar a un segundo plano dentro de la población de estrellas cercanas a él por su carácter estelar antisocial y su apatía a compañerismos de cualquier clase, las cosas iban a empeorar con el descubrimiento de Proxima Centauri. 1915 es un año que se recuerda con entusiasmo por muchos científicos terrestres porque fue el momento cumbre de Albert Einstein (1879-1955), al completar su teoría de la relatividad en las aulas del Kaiser Wilhelm Institute de Berlín. Pero ese mismo año también se recordará como el que acabó de martirizar al Sol como ermitaño estelar. Aunque separada unos 2 grados de distancia de la pareja de Alfa Centauro, el descubrimiento de Proxima Centauri, cuya paralaje arrojaba un valor de 0,89 segundos de arco (lo que traducido equivalía a 3,65 años luz, aunque posteriormente se afinó el valor correcto hasta 4,27 años luz), hizo temer que se tratara de otra compañera de la ya ex-gemela del Sol. Si Proxima hubiese sido observada al otro lado del firmamento estrellado no hubiera habido motivos para sospechar conexión alguna, pero su cercanía al par principal y la distancia casi idéntica llevaron a los astrónomos a sugerir su posible relación con Alfa Centauri.



Figura 1: comparación entre el Sol y Alfa Centauri, a escala. (K. Croswell).

¿Es cierta esta relación? Lamentablemente, parece que sí. En los aledaños interestelares de la región del espacio que rodea al Sol la distancia media que existe entre dos estrellas independientes es de aproximadamente 7 años luz. La separación entre Alfa Centauri y Proxima Centauri es de sólo 0,19 años luz, ochenta veces menos. Esto puede dar una idea de la posible ligadura entre el sistema mayor y esta pequeña componente, tan tenue que es necesaria observarla con telescopio.

El Sol y sus vecinos
Sol- AlfaCentauri A- AlfaCentauri B- Proxima
Color Amarillo Amarillo Anaranjado Rojo
Tipo espectral G2 G2 K1 M5
Temperatura 5800 K 5800 K 5300 K 2700 K
Masa 1.00 1.09 0.90 0.1
Radio 1.00 1.2 0.8 0.2
Luminosidad 1.00 1.54 0.44 0.00006
Distancia(años-luz) 0.00 4.35 4.35 4.22
Edad (miles de millones de años) 4.6 5 – 6 5 – 6 ~1?

Tabla 1: algunas características del Sol comparadas con las del sistema estelar de Alfa Centauri.

No obstante, al conocer la edad de Proxima (de alrededor de mil millones de años, una quinta parte de la del Sol o la pareja Alfa Centauri) ha habido dudas al respecto. Si se supone que las tres estrellas se formaron en grupo ¿cómo es que Proxima es tan joven? Además, este astro tiene un comportamiento extraño; en ocasiones aumenta drásticamente su luminosidad, lo cual evidencia una naturaleza distinta al par principal. ¿Qué le ocurre a Proxima, por qué motivo muestra esas alteraciones? ¿Se siente acaso discriminada al no ser tan grande, luminosa y espléndida como sus dos hermanas (figura 2) y por ello lanza esos berrinches en forma de luz y radiación desatada?



Figura 2: Alfa Centauri, en una fantástica fotografía del DSSS. (DSSS Project)

Pobre Sol. Ha quedado relegado a un lastimoso segundo plano. Ahora sus presuntuosas e insolentes vecinas alardean constantemente de su superioridad, de su “familia”. No obstante, el Sol replica a su favor que posee al menos un planeta con vida, y además, vida inteligente. ¡Ja! ¡La cagaste, Alfa Centauri!. Pero, en realidad, parece que la historia tiene un final feliz sólo de momento. Las características físicas de Alfa Centauri son prometedoras para buscar vida en algún planeta que pueda tener. A medida que se avance en el desarrollo de nuevas técnicas de detección de exoplanetas, uno de los lugares más obvios dónde buscar será precisamente en las estrellas parecidas al Sol que estén cerca. Y la mejor candidata, claro, es Alfa Centauri. Se puede argumentar en contra el hecho de que esta estrella sea un sistema doble cerrado, pero tampoco faltan las investigaciones teóricas que sugieren que incluso en esas circunstancias, la vida puede florecer. Si a ello le sumamos el hecho de que las dos Alfa Centauri van a vivir casi tanto como el Sol, entonces las probabilidades de que, en algún momento, pueda originarse vida en planetas que las orbiten son, quizá, muy altas. ¿Vida inteligente? No es muy probable, pero Alfa Centauri ya ha dado muchas sorpresas. ¿Quién dice que, tal vez, no hiera una última vez y para siempre el amor propio de nuestro infeliz Sol?

- Bibliografía y direcciones de interés:

- Alfa Centauri, S. Pellegrini, ASTRONOMÍA, sección Estrellas y constelaciones, págs. 12-13, Orbis, 1992.
- http://homepage.sunrise.ch/homepage/schatzer/Alpha-Centauri.html

[1] La paralaje es una técnica astronómica que permite, midiendo la variación de la posición de un objeto sobre el fondo estrellado a lo largo de un periodo grande de tiempo, conocer su distancia.

17.2.08

Galileo Galilei, el falso genio (I)

En el ámbito de la Ciencia se tiende a atribuir un reconocimiento un tanto exagerado a aquellos hombres que, aun habiendo realizado notables aportaciones e incluso modificado sustancialmente la visión que se tenía del mundo y el Universo, gozan del rango de "genio" científico. Pero algunas contribuciones de estos "genios" no se basan en experimentaciones, como todo precepto científico establece para considerar las hipótesis como verdaderas, sino que son simples invenciones y ajustes, llevados a cabo para "maquillar" el resultado observacional y realzar la gloria para quien no se la merece o debería tener un "rango" más discreto: uno de estos personajes es Galileo Galilei.

Si mañana nos preguntasen qué sabemos de un tal Galileo, es posible que respondiéramos: "Fue un científico italiano que inventó el telescopio, hizo un famoso experimento en la Torre de Pisa y estableció los cimientos de la investigación moderna, corroborando con pruebas y evidencias sus hipótesis." Sin embargo, la historia de Galileo Galilei (figura 1) no es tan simple, y está repleta de verdades a medias, afirmaciones falsas, invenciones sutiles y un gran egoísmo y prepotencia. Por otra parte, es también cierto que este científico contribuyó de manera decisiva, tal vez por su testarudez y obstinación más que por las evidencias en que se apoyaba, a la fijación de unos cánones por los que circularía la evolución de la Ciencia durante cuatro siglos. Aquí sólo pretendo realizar un pequeño repaso por lo que Galileo realmente aportó desde el punto de vista más crítico posible. Intentaré no caer en amonestaciones excesivamente duras, pero me parece mejor juzgar con severidad al genio que al iniciado. En demasiadas ocasiones, las "autoridades científicas" han impedido el avance de la Ciencia y, en realidad, se han convertido en un estorbo más que una ayuda para comprender el Universo donde vivimos, aunque éste no sea el caso particular que nos ocupa.



Figura 1: retrato de Galileo Galilei en su vejez, con un telescopio en sus manos.

1. Galileo y la torre de Pisa.

Quizá el más famoso de cuántos experimentos se dice que Galileo Galilei (1564-1642) realizó fue el de la torre de Pisa (figura 2). En esa ciudad italiana se encontraba nuestro personaje estudiando en la Universidad cuando apenas contaba veinte años.



Figura 2: la torre inclinada de Pisa, donde al parecer Galileo hizo sus experimentos.

La doctrina aristotélica, que había sido seguida sumisamente por la mayoría de los pensadores a lo largo de casi dos milenios, establecía que los objetos caen con una velocidad que es proporcional a su peso. Es decir, cuánto mayor es, más rápidamente cae el objeto al suelo. Aristóteles pensaba que si se juntaban dos ladrillos y se dejaban caer, el tiempo de llegada sería doble que en el caso de lanzar un único ladrillo.

Según cuenta la historia convencional, Galileo subió a lo más alto de la torre de Pisa provisto con bolas de plomo, oro, cobre y otros materiales. A unos 55 metros más abajo se encontraban expectantes cientos de estudiantes y curiosos y un nutrido grupo de profesores y filósofos de su misma Universidad. Al dejar caer dos bolas de diferente naturaleza, siempre en base a la narración común, todo el mundo pudo contemplar asombrado que ambas bolas alcanzaban el suelo en el mismo instante, echando por tierra el crédito del sistema aristotélico. Resultaba pues que dos objetos de diferente peso tardaban lo mismo en llegar a tierra y, con ello, Galileo aumentó considerablemente su fama.

Pero, aun aceptando que Galileo hubiese realizado realmente el experimento, algo que no está ni mucho menos claro (L. Cooper publicó en 1935 un libro, "Aristóteles, Galileo y la torre de Pisa", donde menciona que no hay documento alguno o prueba evidente que demuestre que fue llevado a cabo), lo que no cuadra de ninguna manera es que los observadores que estaban al pie de la torre realmente viesen como las dos bolas llegaban al unísono al suelo. Y esto no es posible porque existe un factor, el llamado rozamiento del aire, por el que objetos de menor peso serán "frenados" en su caída por esta resistencia. Una bola de plomo, por tanto, llegaría antes al suelo que una de goma y lo que se afirma no sería en realidad más que una leyenda, es decir, una invención perpetuada a lo largo de siglos.

No obstante, según parece el propio Galileo efectuó posteriormente otras pruebas similares donde en efecto demostraba que aquello que impedía que llegaran ambas esferas de diferentes materiales era el rozamiento del aire y no el peso. En otras palabras, Galileo sabía que su concepción era correcta, y así se demostró teóricamente, pero la evidencia práctica era imposible realizarla por el rozamiento del aire.

Importantes y prestigiosos físicos como sir Oliver Lodge en su obra Los pioneros de la ciencia (1893)y George Gamow en Biografía de la Física (1963) afirmaban tajantemente que el experimento había sido llevado a cabo, pese a la opinión de los historiadores de considerar toda el suceso como una simple leyenda.

Puede que lo más sorprendente del caso es que uno mismo puede comprobar experimentalmente que dos esferas, una de plomo y la otra de corcho, por ejemplo, no alcanzan la superficie al mismo tiempo, sino que lo hacen con una diferencia bastante grande. Las premisas de Galileo se basaban en un aparato teórico estupendamente preciso (en realidad se puede comprobar si lanzamos las dos esferas dentro de un tubo de vacío, o como realizaron, si la memoria no me falla, los astronautas en la Luna en alguna de las misiones Apolo), aunque no pudo justificarse con una prueba desde la torre de Pisa debido al rozamiento del aire, pese a los numerosos intentos. Si nos hubieran dicho eso precisamente no habría motivo de queja, pero la típica historia que aparece en multitud de libros de texto y ensayos científicos y donde todo acaba bien porque el genio demuestra la veracidad de sus ideas, es tan falsa como irritante, ya que seguramente si se hubiera tratado de otro investigador y no de Galileo la crónica de los ensayos en la torre de Pisa hubiesen sido verídicos y no tan adulterados. Para completar el cuadro, debe decirse que no fue el propio Galileo quien difundió las ideas de la exactitud práctica de sus reflexiones, sino que se deben a Vincenzo Viciani, un discípulo suyo y a la biografía que escribió sobre su "héroe". De ahí salen muchas verdades a medias y exageraciones de la vida del genio pisano.

2. Galileo y el plano inclinado.

Otra de las aseveraciones históricas sobre los logros de Galileo es la que tiene como protagonista al experimento con el plano inclinado, aspecto que todos los estudiantes de secundaria han estudiado, no sin cierto fastidio en algunos casos. Lo que se nos viene a decir es que si dejamos rodar una bola sobre un plano inclinado (por ejemplo levantando un pedazo de madera o corcho) ésta irá recorriendo en idénticos espacios de tiempo distancias cada vez mayores. Más exactamente, los espacios recorridos serán proporcionales a los tiempos que se emplean en recorrer esos espacios.

Para probar tal valiosa premisa, Galileo empleó una bola de bronce redonda y muy bien pulida y un canal inclinado también pulido al máximo para que fuera lo más liso posible. Galileo afirma que efectuó una cantidad enorme de ensayos con el plano inclinado (él mismo cita casi un centenar de intentos) para demostrar la famosa ecuación (e=1/2at2, o espacio= ½ de la aceleración por el tiempo al cuadrado), base de la ley del movimiento uniformemente acelerado. El hecho de que Galileo hubiese dispuesto su instrumental de una manera tan cuidadosa, minimizando los efectos del rozamiento, culpables de medidas poco fiables, y asimismo repitiendo el experimento tantas veces como él mismo asegura, es considerado como el espíritu científico que todo investigador debe seguir para que sus resultados puedan ser considerados objetivos y fiables. En cualquier libro de Física de secundaria podríamos encontrar casi con total seguridad descripciones de este método tan revelador para determinar con precisión la verdad que subyace en los experimentos y no dejarse llevar por puntos de vista personales o apasionados, que interfieren en saber dónde está lo real y dónde el deseo. Frases como "el cuidado y la genialidad que demuestra Galileo en sus mediciones, representa con certeza una de sus más notables cualidades" son comunes, pero no ciertas. Y no lo son porque el problema se presenta al comprobar que aquel experimento que Galileo supuestamente ha realizado en tantas ocasiones, no fue realmente llevado nunca a cabo. Asimismo, las mediciones precisas que Galileo efectuó son pura invención.

Aunque un contemporáneo de Galileo, el padre Marino Marsenne, constató que no podía reproducir los resultados que Galileo aseguraba, aunque repitió el experimento en las mismas condiciones e instrumentos utilizados por aquel, y Alexandre Koyré, historiador científico, sostiene que en realidad Galileo no lo hizo nunca, muchos siguen en sus trece y mantienen la opinión contraria, pese a que aceptan la imposibilidad de realizar el experimento y cosechar los resultados descritos por Galileo si se emplean sus instrumentos y métodos.

Thomas S. Settle, por ejemplo, defendía en 1961 que Galileo obtuvo unos resultados aproximadamente acordes con los alcanzados a través de experimentos realizados en la actualidad. No eran exactos pero estaban muy cerca de serlo. Stillman Drake fue otro de los investigadores que argumentaba con firmeza que los resultados de Galileo corroboraban que, en efecto, había realizado los experimentos con el plano inclinado. Esto podría llevar a pensar que aquellos cuya opinión es distinta a la de Settle y Drake tienen ante sí el peso de la ciencia, pues ambos son reconocidos estudiosos de Galileo. Deberíamos, por tanto, hacerles caso y pensar que Galileo sí efectuó sus experimentos y logró resultados perfectamente aceptables y dignos de su prestigio científico.

No obstante, si nos apasiona la verdad y deseamos llegar al fondo de la cuestión, no hay autoridad científica que valga si no está corraborada por investigadores independientes y sin intereses (Drake es un destacado especialista sobre Galileo y quizá quiera mantener a toda costa el status de "genio" del científico pisano). Resulta que en realidad lo que nos cuentan Settle y Drake está bastante lejos de la verdad. Settle, en particular, no había efectuado el experimento con las mismas premisas que Galileo, y de esa manera obtenía resultados próximos a los que establecía la ley teórica (debida también a Galileo, por supuesto). Los datos obtenidos en condiciones "controladas" indican bien a las claras que no es posible obtener los resultados de Galileo. De nuevo nos encontramos ante algo singular: el entramado teórico de Galileo era correcto, pero no hizo nunca las pruebas que confirmaran su ley, como nos dice el propio Galileo.

Galileo Galilei, el falso genio (II)

3. Galileo, el barco y la ley del isocronismo del péndulo.

El llamado principio de relatividad galileana establece que no importa si los fenómenos físicos tienen lugar en tierra firme o bien mediante movimiento, pues ocurren del mismo modo y tienen las mismas consecuencias. Si lanzamos hacia el suelo una esfera desde lo alto de una casa llegará a la superficie en línea recta desde el punto de lanzamiento. Si repetimos la experiencia desde el palo mayor de un barco surcando el océano, siempre que éste se mueva con un movimiento rectilíneo y uniforme, la esfera caerá exactamente al pie del palo. Aunque las implicaciones de tal prueba están más cerca de rebatir las ideas aristotélicas al respecto de una tierra inmóvil que la explicar ningún fenómeno físico particular, Galileo admitió no haber realizado tal experimento en ningún momento. Pese a ello, todos los libros señalan que fue un punto importante a favor de que la Tierra se movía en torno a su eje. Pero como la esfera cae a los pies del lugar de lanzamiento no puede decirse si el barco está en reposo o en movimiento, y si se dejan caer desde la azotea de una casa no nos indican tampoco si la Tierra se mueve o está fija en el espacio, por lo que el experimento no aporta gran información y no han motivo alguno de considerarlo como una prueba más a favor de la rotación de nuestro planeta.

Es posible que lo que más moleste sea el tono en que Galileo discute el tema en sus Diálogos. Dirigiéndose a Simplicio, que encarna a los aristotélicos y escépticos (nombre a todas luces despectivo hacia los que no pensaban como él) le dice que, en realidad, "yo estoy seguro de que el experimento tendrá lugar como os digo porque es necesario que así ocurra".

Como reseña Federico di Trocchio en su obra Las mentiras de la Ciencia (de donde he extraído gran parte de la información que aparece hasta aquí sobre los experimentos de Galileo), "es evidente que este proceder no se corresponde en absoluto con la idea del método experimental que nos han enseñado en el colegio y mucho menos con el ideal de disciplina ética y metodológica del científico". No solamente no efectuaba las pruebas para comprobar sus preceptos teóricos, sino que instaba a los demás a creerle porque él debía estar en posesión de la verdad.

También merece la pena citar de pasada otro supuesto experimento que Galileo realizó, el del péndulo. La ley del isocronismo del péndulo, debida también a Galileo, nos informa de que el periodo de oscilación de un péndulo no depende de la amplitud de la oscilación. Para confirmar tal extremo, Galileo habla de una serie de experimentos encaminados a demostrar que "dos esferas conservaban una constante de sus recorridos a través de todos sus arcos", o sea, se probaba la ley del isocronismo del péndulo. Ronald Naylor fue quien mostró que Galileo no había realizado las oportunas medidas que dieran validez a tal ley. De hecho, Naylor repitió el experimento y se dio cuenta de que el resultado era incongruente y no la demostraba en absoluto.

Galileo no ha probado, por consiguiente, ninguno de los cuatro experimentos nombrados hasta ahora, lo que dice bien poco acerca de su método de comprobación "cuidadoso y genial".

4. Galileo y el telescopio.

Por alguna y extraña razón, no hay quizá logro mayor de Galileo que el descubrimiento del telescopio para la observación del firmamento. Resulta cuando menos sorprendente comprobar que, realmente, Galileo ni inventó el telescopio, ni fue quien tuvo la intuición de orientarlo hacia el cielo estrellado y tampoco, por tanto, fue suya la primera exploración del Cosmos.

Debemos remontarnos hasta los primeros años del siglo XVII. Por aquel entonces, Holanda contaba con los científicos de la talla de Christian Huygens (1629-1695), quizá el astrónomo más grande entre la época de Galileo y Newton y uno de los investigadores más prolíficos y fructíferos (ayudó a comprender la naturaleza de la luz sosteniendo una opinión totalmente contraria a la de Newton a este respecto). También encontramos a Anton van Leeuwenhoek (1632-1723), naturalista que perfeccionó los microscopios y, asimismo, podemos tener noticia de un tal Hans Lippershey.

La primera evidencia no ambigua que nos ha llegado referente a la construcción de un telescopio fue la petición de patente por Hans Lippershey en 1608; en ella se nos dice que el portador "reclama los derechos sobre un artefacto por medio del cual todas las cosas a grandes distancias pueden ser vistas como si estuvieran cerca". Lippershey era un constructor de anteojos en Zelanda, una provincia de Holanda, y aunque la patente le fue denegada porque era fácil copiar el invento, apenas tres semanas después ya había otros dos artesanos construyendo sus rudimentarios telescopios, Sacharias Janssen y Jacob Adriaenszoon. El hecho de poder ver barcos enemigos desde largas distancias era, sin duda, motivo más que suficiente para que las grandes potencias navales de la época desearan poder construir telescopios, y pese a los esfuerzos de Lippershey por ocultar su fantástico descubrimiento, en apenas medio año ya había telescopios en España, Francia e Italia.

A mediados de julio de 1609, Galileo se enteró de su existencia y se fabricó uno, de mayor calidad y nitidez que el original holandés. Debemos, por tanto, rechazar la típica frase de "Galileo inventor del telescopio". Casi un año antes que él, este instrumento (que ha revolucionado absolutamente la concepción humana del Cosmos y su lugar en él) se ideó en la mente de un holandés que ahora, ni tan siquiera merece un lugar en las enciclopedias (Existen, además, diversos estudiosos de la época, como John Dee, Giambattista della Porta y el padre e hijo Leonard y Thomas Digges, a los que se les atribuye la invención del telescopio. En todos los casos, sin embargo, no parece haber una evidencia auténtica sino más bien son interpretaciones de los textos que dejaron escritos. Cuando nos movemos en terrenos especulativos, lo mejor es dar cierta probabilidad a cada una de las distintas posibilidades, pero nunca podemos afirmar nada de manera categórica sin más datos o pruebas a favor de una u otra versión).

Otra de las patrañas habituales con relación al telescopio es considerar a Galileo como el primer ser humano en la historia que lo dirigió hacia el cielo, iniciando las observaciones astronómicas con ayuda de este instrumento. Es, por supuesto, una falsedad más.

Hay constancia de un reporte que nos habla de una visita del embajador del rey de Siam al príncipe Mauricio en la Haya, el 10 de septiembre de 1608 en la que se nos informa que ese día tuvo lugar una observación del cielo mostrando que el telescopio descubría estrellas que eran invisibles a la vista humana desnuda. Thomas Harriot, astrónomo inglés, se encontraba realizando un mapa lunar desde el 5 de agosto de 1609, bastante antes de que Galileo efectuara sus reveladoras observaciones telescópicas (descubrió cuatro satélites de Júpiter, las fases de Venus, las manchas solares en nuestra estrella, los anillos de Saturno, etc., aunque todos ellos pueden ser, también, descubrimientos mal atribuidos). De la misma manera, y según John Gribbin, el ya citado Thomas Digges habría estudiado el cielo con el (supuesto) telescopio fabricado por él, y llegó a considerar el Universo como algo infinito. Para llegar a tal conclusión, parece que Digges hubo de observar el firmamento a través del telescopio, según postula Gribbin. Pero de lo que no cabe duda alguna es que Galileo no tuvo nada que ver con la invención del telescopio (sí con su perfeccionamiento, figura 3) y que tampoco fue pionero empleándolo en la contemplación del Universo (¡de ser cierta la hipótesis de Gribbin, Digges habría visto el cielo por el telescopio 35 años antes que Galileo, cuando éste sólo tenía 12 años de edad!).



Figura 3: catalejo construido por Galileo en 1610.

Por lo que respecta a sus logros auténticos, Galileo construyó eficientes relojes, inventó la balanza hidrostática y el termómetro, observó en 1604 una estrella nueva (ahora llamada supernova, así como los importantes descubrimientos astronómicos reseñados más arriba (aunque también se ponen en duda y quizá no habría que considerarlos como hallazgos originales en casi ningún caso, lo que conduciría a otros posibles y numerosos plagios astronómicos por parte de Galileo...). De los cuatro experimentos citados en los apartados anteriores, Galileo fue quien estableció toda la base matemático-física. Si hubiera podido realizar sus correspondientes comprobaciones prácticas y no hubiese alterado el resultado para hacerlo coincidir con lo estipulado teóricamente, podríamos hablar de un auténtico genio científico.Y se le considera, como ya hemos comentado, el padre de la moderna metodología científica, porque consideró (correctamente) que la única manera de conocer objetivamente la naturaleza de los fenómenos físicos era realizar experimentos y pruebas cuando ello sea posible (pese a que él mismo no siguiera escrupulosamente estos propósitos).

Tengo la impresión de que para considerar a algún científico como "genio" éste debe adelantarse a su tiempo, construir un aparato teórico impecable y probarlo con auténticos resultados y, sobre todo, no dejarse influir por la fama, la gloria, la vanidad o el deseo de ser el más grande. El paso del tiempo, y con él la aparición de la Verdad, conlleva necesariamente poner a cada uno en su sitio, sin exageraciones ni invenciones. El de Galileo es sólo un caso, muy notable y de implicaciones profundas, pero la historia de la Ciencia nos ofrece muchos más. Pese a quien pese, la Ciencia no es sólo el mejor instrumento para conocernos a nosotros mismos, el mundo que vivimos o aquellos que moran en la vastedad cósmica, también es, al menos en algunos ámbitos, una disciplina infectada por la enfermedad quizá más penosa de todas, y que amenaza con eliminar el conocimiento objetivo: la mentira.

Si ya estamos rodeados de fraudes, supercherías, engaños y verdades a medias, debidos a algunos campos de las paraciencias, la política o también como cada vez es más evidente en los medios de comunicación, influidos por inclinaciones ideológicas muy alejadas de la objetividad que se les supone, quizá el único medio de conocimiento donde debería reinar la verdad, o al menos la búsqueda de ésta de la manera más fiable y crítica posible, es la Ciencia. Pero hasta el momento la Ciencia también se ha visto involucrada en intereses personales, afán de gloria y un trato extrañamente indiferente hacia los que engañan e incluso no criticando su actitud sino premiándola (como en el caso patético y esperpéntico de Robert Gallo y el virus del SIDA).

Debemos buscar la verdad allá donde nos lleve, sin temor a descubrir lo desconocido e intentar que la Humanidad pueda disfrutar del conocimiento adquirido por más de dos milenios de evolución, pero al mismo tiempo tenemos la obligación de exigir que ese conocimiento no esté adulterado ni manipulado, porque de lo contrario estaremos llenando nuestra mente de porquería intelectual. El saber debe estar, en la máxima medida posible, extento de mentiras, y la Ciencia ha de ser el pilar cultural que inicie ese movimiento por un conocimiento auténtico y genuino.

- Bibliografía:

- La invención del telescopio, Francisco Rodríguez Bergalí, Astronomía, nº 16, octubre de 2000, págs. 76-80.
- Las mentiras de la ciencia, Federico di Trocchio, Alianza Editorial, Madrid, 1994.
- Historia Fontana de la Astronomía y la Cosmología, John North, Fondo de Cultura Económica, México, 1994.
- Diccionario del Cosmos, John Gribbin, Crítica, Barcelona, 1997.

2.10.07

'Azarquiel, el pionero olvidado'

Hay en el mundo de la Astronomía algunos personajes históricos que han contribuido de manera muy importante en el avance de esta ciencia y que hoy sólo son recordados por unos pocos expertos o por quienes han estudiado a fondo el periodo en que vivieron. Y, sin embargo, las aportaciones de estos grandes sabios tal vez hayan sido más trascendentales para la Astronomía que muchos de los hoy exaltados y venerados científicos occidentales.

Probablemente nadie ignorará, a estas alturas del conocimiento y difusión cultural, quiénes fueron y qué aportaron al mundo del saber hombres como Copérnico, Galileo, Newton o Kepler, entre otros muchos. Todos ellos consiguieron implantar una nueva visión de nuestro mundo (o de su relación con otros mundos), y son debidamente estudiados y recordados. Ahora bien, en el oscuro periodo que se inicia con el segundo milenio de nuestra era, esto es, hacia el año 1000, hubo una serie de extraordinarios científicos, astrónomos en particular, que fueron capaces de descubrir hechos que, mucho más tarde, serían reconocidos como pilares fundamentales en la comprensión del Universo. Hubo particularmente uno de estos astrónomos, cuya existencia a veces pasa desapercibida en los textos de historia de la Ciencia, que incluso se adelantó, al parecer, a saberes que se conocerían sólo siglos más tarde. Se llamaba Abu Ishaq Ibrahim Ibn Yahya Al-Zarqali o, en su nombre en latín, Azarquiel.

Azarquiel (figura 1), nació seguramente hacia el año 1029, en Toledo. Su nombre, Azarquiel, era en realidad una especie de apodo, con el que era conocido en vida debido a sus intensos ojos azules (zarcos). Ya de joven, Azarquiel mostró ciertas dotes para trabajar con los metales, habilidad que le fue enseñada por su padre, que trabajaba como cincelador. Azarquiel pronto aprendió lo suficiente como para iniciarse en el mundo de la construcción de instrumentos de precisión. Poco a poco perfeccionó sus métodos, llegando a alcanzar un puesto de mucha relevancia en la sociedad de su tiempo, pues proporcionaba todo tipo de instrumentos a los sabios y maestros toledanos.



Figura 1: Azarquiel, retratado en su madurez.

No fue hasta 1078-1080 cuando Azarquiel decidió trasladarse a Córdoba consecuencia de las invasiones cristianas que sufría constantemente Toledo. Gracias a su pasado artesano, Azarquiel pudo ser conocido en muchas partes por su talento en el trabajo manual, pero nuestro personaje estaba decidido a ir más allá e intentar, mediante el estudio del Cosmos, comprender algunos de los mecanismos que movían los astros en los cielos.

Una de las más citadas contribuciones de Azarquiel fueron la compilación de las Tablas Astronómicas de Toledo, en su versión árabe. Sin embargo, resulta un poco paradójico que, en realidad, Azarquiel tuviera una aportación a este respecto bastante intrascendente. Más bien, la calidad y exactitud de las tablas se debe a la labor de dos ayudantes de Azarquiel, Al-Juarismi y Al-Battani. Pero de las Tablas hablaremos al final de artículo con mayor detenimiento.
Azarquiel realizó estudios e investigaciones en varios campos de la Astronomía. Por ejemplo, fue capaz de encontrar cuál era el movimiento del apogeo solar (la distancia máxima entre la Tierra y el Sol). Azarquiel pudo determinar con una gran precisión que el punto del apogeo solar variaba en 1 grado cada 299 años, analizando las observaciones que se disponían al respecto durante los últimos 25 años.

También tuvo Azarquiel interés en el tema de la precesión de los equinoccios. Escribió un trabajo sobre ello, hoy en día desaparecido, en el que describe de qué manera podría explicarse este hecho. Como la Tierra es un astro que recibe la influencia básica del Sol y de la Luna y, en menor medida, de los otros planetas del Sistema Solar, su movimiento de rotación presenta una ligera variación a lo largo del tiempo. En grandes periodos de tiempo, los polos del planeta no se dirigen siempre al mismo sitio, sino que van modificando la dirección a la que apuntan debido al movimiento de rotación terrestre; esto es lo que se denomina precesión de los equinoccios. En el fondo, es como si la Tierra se comportara como una peonza; su eje, a medida que gira, cambia ligeramente (figura 2).



Figura 2: la precesión de los equinoccios. La Tierra se comporta como una peonza en su movimiento de rotación. En un momento dado, su polo norte estará dirigido hacia la estrella A, pero a medida que la precesión va variando la situación del polo, éste cambiará la dirección, de modo que, por ejemplo, aunque hoy en día veamos la estrella Polar muy cerca del polo norte (de ahí, obviamente, su nombre), en el futuro, de igual modo que ha sucedido en el pasado, el polo estará orientado hacia otro lugar en el cielo.

Sin embargo, si hay dos cuestiones en las que Azarquiel realizó las mayores y más trascendentales aportaciones a la Astronomía, éstas tienen que ver con las órbitas de los planetas y la predicción de la aparición de los eclipses y los cometas. En ambos casos, de ser ciertos, se habría adelantado en varios siglos a sus homónimos occidentales.

Todos conocemos que las órbitas de los planetas de nuestro Sistema Solar no son exactamente esféricas. De hecho, al parecer no hay nada perfectamente redondo en todo el Universo; el Sol y la Luna, por más que los percibamos como astros con una forma idéntica a la de la circunferencia, son objetos achatados en los polos. La misma Tierra es ligeramente oblonga.
Las órbitas de los planetas se suponían y aceptaban como esféricas porque concordaban con el ideal de perfección y belleza de la teoría geocéntrica, pero era sólo una suposición. Aunque, por supuesto, los eclesiásticos y todos aquellos que defendían la posición central de la Tierra en el Sistema Solar habrían argumentado que tales órbitas eran esféricas necesariamente, ya que se ajustaban a la perfección con la ideal de magnificencia cósmica que hubiera dispuesto el Creador. Un Universo en el que algo no era geométricamente perfecto no tenía sentido en las mentes del hombre de los siglos medievales (figura 3).



Figura 3: Neptuno, en una imagen de la sonda planetaria Voyager 2. En la antigüedad, las órbitas de los planetas en torno al Sol se creía que eran esféricas. Kepler demostró que no era así en el siglo XVII, pero casi 650 años antes Azarquiel se le adelantó. Sin embargo, hoy en día pocos son los que lo saben. (NASA-JPL)

Sin embargo, Azarquiel tuvo la osadía de considerar la posibilidad de que en realidad las órbitas planetarias no fuesen ni tan perfectas ni tan geométricas, sino que tal vez tuviesen una forma bastante cercana a la de un óvalo, que en esencia no es más que una especie de circunferencia alargada. Algo similar a coger una cinta de goma, de las usadas para el cabello, y estirarlas por dos extremos opuestos. El resultado es un óvalo.

No obstante, una intuición tan notable no tuvo ni mucho menos buena acogida. Aunque esta idea de Azarquiel no era nueva, pues ya los antiguos griegos habían adelantado algo similar, nadie se preocupó de ella ni entonces ni en los años ni siglos posteriores, simplemente porque no había manera de comprobar su veracidad. Fue necesario que Johannes Kepler (1571-1630), bien entrado el siglo XVII, con los conocimientos y adelantos matemáticos propios de su época, quien demostrara que, en efecto, las órbitas de los planetas no eran circulares, sino elípticas. Kepler, con todo el merecimiento, ha sido el símbolo del cambio de pensamiento antiguo al moderno, pero aún así deberíamos al menos valorar en su justa medida el trabajo de Azarquiel, quien ya había aventurado las conclusiones de Kepler casi 600 años antes.
El otro hecho importante que Azarquiel parece haber descubierto mucho antes que lo hicieran los científicos y pensadores occidentales está relacionado con los eclipses y los cometas (figura 4).



Figura 4: el cometa Hale-Bopp, durante su aparición en 1997, en una fotografía obtenida por John Laborde el 15 de marzo de ese mismo año. Azarquiel, casi un milenio antes de la observación de este cometa, consiguió elaborar un método para predecir la repentina y siempre sorpresiva aparición de estos objetos. Sólo Edmund Halley, ya a finales del siglo XVIII, pensó algo similar. (J. Laborde)

Según lo que se deduce del estudio de las tablas de Toledo, Azarquiel estaba en disposición de realizar predicciones de suma importancia dentro de la Astronomía. Las Tablas tenían como función principal la de ofrecer a los astrónomos las posiciones en el cielo de cierto tipo de astros y las fechas en las que tenían lugar determinados fenómenos cósmicos (como las fases de la Luna, etc.). Por tanto, eran empleadas para poder concretar la situación exacta de un cuerpo celeste en épocas futuras. Azarquiel, que tenía en su poder datos precisos sobre multitud de fenómenos gracias a la labor de sus ayudantes, pudo emplear las Tablas para predecir los eclipses solares que sucederían años e incluso siglos más tarde. La precisión de las Tablas era tal que Pierre Simon de Laplace (1749 - 1827), uno de los más destacados matemáticos de la Ilustración, seguía utilizando las observaciones y anotaciones de Azarquiel para realizar los cálculos de las posiciones y predicciones planetarias.

Al parecer, también fue capaz, mediante el análisis detallado de los datos recabados, de poder predecir la aparición de cometas en el futuro. Sobre esto hay que ser, no obstante, un tanto cautelosos, ya que no disponemos aún de los conocimientos necesarios para poder asegurar tal extremo. Resulta posible, a pesar de todo, que Azarquiel pudiera en efecto tener conocimiento de algún procedimiento por el cual llegara a predecir la aparición de un cometa. Si esto fuera cierto, Azarquiel aventajaría en casi 700 años a Edmund Halley (1656-1742), quien comprendió que el cometa que lleva su nombre y que se había observado en 1681 era el mismo que otros astrónomos vieron en 1604, y que retornaría a las proximidades del Sol en 1757. Halley sentó las bases para poder determinar asimismo el año aproximado de retorno del cometa empleando unas pocas observaciones del mismo.

Hoy en día Azarquiel es recordado fundamentalmente por su trabajo en las Tablas de Toledo y por algunas aportaciones instrumentales ingeniosas. Pero en este pequeño artículo, en el que sólo hemos esbozado algunas cuestiones básicas respecto a su figura, hemos visto que los logros del astrónomo cuyo nombre es desconocido para la mayoría de los aficionados (y profesionales) a esta ciencia, son mucho más importantes. Y, además, tiene la virtud de haber imaginado ideas y conceptos que serían aceptados como válidos y correctos sólo con el transcurrir de los siglos. Azarquiel, el mayor astrónomo del periodo islámico español, fue un verdadero pionero del conocimiento del Cielo.

- Bibliografía:

- Historia Fontana de la Astronomía y la Cosmología, J. North, Fondo de Cultura Económica, México, 2001.
- Història de la Filosofía i de la Ciencia, Juan Carlos García-Borrón, Teide, Barcelona, 1991.

9.6.07

'Una estrella para el futuro'



El Sol ha sido la base de la evolución de la vida en la Tierra. Sin él nada estaría hoy vivo. Su historia es bastante sencilla, y de ella se desprende que si queremos sobrevivir en este mundo, dadas nuestras necesidades de energía, deberemos dirigir nuestros esfuerzos a extraer de su luz el máximo rendimiento posible. La energía procedente del Sol es la energía del futuro.

Destellos de luz inundaban por doquier el espacio galáctico. La mayoría de astros que existían por aquel entonces, en la infancia más tierna del Universo, eran de gran envergadura, gigantes de gas que se habían autoalimentado gracias a la recién formada y abundante materia. Nacían como colosos gaseosos, pero un coloso requiere mucho alimento, y las despensas estelares que cada uno de ellos poseía en su interior menguaban pronto. Cuando, privado del necesario combustible para proseguir su existencia el coloso reparaba en la inexistencia de recursos, se encerraba sobre sí mismo y sufría un atroz colapso, expulsando al espacio toda la materia que durante millones de años había ido formando en su seno, en un cegador destello de proporciones cósmicas.

Esta materia expulsada vagaría lentamente por entre los demás colosos, los cuales tarde o temprano seguirían la misma suerte. Los destellos luminosos, visibles desde los confines más alejados del joven Universo, eran como los fuegos artificiales que anunciaban el fin de una era y el comienzo de otra. A partir de ese momento los astros serían diferentes. Menos grandiosidad y más longevidad. Iban a formarse astros pequeños, con despensas reducidas pero mínimo consumo, los cuales podrían brillar y mantenerse estables a través de los largos eones de tiempo.

La materia expulsada por los colosos enriqueció difusas nubes de gas que se hallaban entre los brazos espirales de la Vía Láctea, recién aparecida en el escenario del Universo. Una de tales nubes había estado arremolinando gas y polvo durante mucho tiempo, y sólo necesitaba una nueva andanada, un nuevo estallido cercano para que su onda de choque comprimiera sus materiales y los calentara hasta hacerlos brillar. Para ello se requería un último coloso en explosión, la precisa aportación de energía para que la chispa prendiera.

Ello tuvo lugar hace unos cinco mil millones de años. La nube de gas y polvo en rotación aumentó espectacularmente su temperatura central, hasta que en un instante mágico alcanzó los quince millones de grados, y de su núcleo salieron las primeras partículas de luz, que iluminaron el espacio circundante, el cual había vivido en tinieblas desde tiempos inmemorables. Así nació una estrella llamada Sol.

De su aparición el Sol primitivo sólo conservó jirones de gas, que poco a poco se desprendían de él, como la crisálida se desprende de la nacida mariposa. La vida posterior del Sol fue un largo proceso de estabilidad, únicamente roto por ocasionales estallidos de actividad frenética, como violentas erupciones de gas y grandes y brillantes llamaradas, que rompían el transcurrir tranquilo del Sol. Sin embargo, el Sol no nació solitario; con él aparecieron una serie de cuerpos heterogéneos, producto de los restos de la formación de la estrella. En unos casos se desarrollaban mundos de gas, enormes y majestuosos, situados a gran distancia; en otros, mundos pequeños de roca, casi como pedruscos en comparación con los otros, la mayoría anclados cerca del astro principal. Se les llamó planetas (figura 1).

Los planetas, además de variados en tamaño y composición, también lo eran en muchos otros aspectos. Realmente no había dos planetas iguales, ni por cuestiones orbitales, ni físicas ni geológicas. Había unos pocos de ellos que ocultaban su superficie a la vista, como recelosos de ojos ajenos, y por el contrario otros dejaban al descubierto cualquier detalle. En poco tiempo, la familia del Sol se convirtió en una generación planetaria tan variopinta que muchas otras familias estelares sintieron cierta envidia. Aquella estrella amarilla corriente había conseguido una prole bien provista, en cantidad y en calidad.



Figura 1: la familia planetaria del Sol; la estrella (arriba a la izquierda) está acompañada por cuatro planetas interiores (Mercurio, Venus, Tierra y Marte, el primer arco de imágenes) y cuatro planetas gaseosos gigantes (Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, segundo arco de imágenes) y Plutón (arriba a la derecha). (NASA)

Por alguna razón hoy ignorada, hubo planetas que se mantuvieron estériles desde su origen, vacíos de cualquier representación de vida. El Sol hizo lo imposible por dotar de tan alta cualidad a sus descendientes; los grandes mundos habían absorbido todo el material solar gaseoso residual, que era mucho, y con descargas eléctricas descomunales, rayos y centellas procedentes de las altas atmósferas planetarias, se intentaba por todos los medios dotar del hálito de la vida a las reuniones de moléculas orgánicas, que llenaban el mar de gas en los planetas gigantes. Pero fue en vano. Por su parte, en los planetas pequeños también hubo problemas. Algunos de ellos carecían de atmósfera protectora, y cuando la había era muy tenue, que no impedía la llegada a la superficie de radiaciones cósmicas dañinas. En otros casos era tan espesa y densa que el calor del Sol nunca se perdía, con el resultado de un planeta achicharrante, capaz de fundir los metales más consistentes.

El Sol insistía una y otra vez, pero parecía que la vida no arraigaba. Hasta que, en un momento dado, en un planeta en principio no más prometedor que otros, sucedió el milagro. El mundo, el tercero desde la estrella, estaba a una distancia apropiada, era relativamente grande, con una atmósfera aceptable, y tenía amplias zonas recubiertas de un elemento líquido que tal vez podía ser útil para que la vida finalmente echara raíces.

Y así sucedió. Las moléculas orgánicas de los mares poco profundos del planeta, llamado Tierra, consiguieron gracias a las radiaciones que llegaban del Sol y los relámpagos del planeta unirse en una forma de vida primitiva y simple; algas microscópicas compuestas de una sola célula. Estas algas podían hacer copias de sí mismas, y en poco tiempo las charcas y mares someros de la Tierra albergaban toda la base biológica del planeta, que iba a desarrollarse lenta y trabajosamente durante los siguientes millones de años. Los seres unicelulares se agruparon en grandes colonias de células, con nuevas funciones y características, que les permitieron adaptarse mucho mejor al ambiente acuático. Los peces más primitivos aparecieron hace unos seiscientos millones de años, a los que siguieron las plantas de tierra firme, los insectos, anfibios, reptiles, árboles y finalmente las aves. Durante más de dos mil millones de años no hubo en la Tierra nada más que algas y bacterias flotando en húmedos estanques, pero en cuanto llegaron las demás formas de vida, la evolución biológica inició un despegue espectacular, produciendo una enorme variedad de cosas vivientes. A partir de estas pudieron desarrollarse los grandes animales, tanto en tierra firme como en el medio acuático, como dinosaurios y cetáceos. La extinción de los primeros por grandes cataclismos venidos del espacio en forma de asteroide y en la propia Tierra por la emisión de gigantescas cantidades de lava que abrasaron una superficie varias veces superior a la de la Península Ibérica, favoreció a unas tímidas y peludas criaturas de sangre caliente, los mamíferos. Algunas de ellas colonizaron los árboles tras varios millones de años de adaptación, dando lugar posteriormente a los primates. De una rama concreta de los primates aparecieron unos seres peculiares, sin características físicas destacables, pero con cierta inteligencia, mucho mayor de la de los demás parientes simiescos. Pronto aprendieron a controlar las llamas y hogueras, a utilizarlas para cocinar alimentos y ahuyentar animales. Más tarde fueron capaces de formar tribus, colonias de primates que se reunían para mantener lazos afectivos y ayudarse en tareas domésticas. Iban de un lugar a otro, en busca de comida y cobijo, y para cuando enterraron a sus semejantes y comprendieron el significado de la vida y la muerte, se convirtieron en seres humanos. El Sol, a ciento cincuenta millones de kilómetros de distancia, vio con satisfacción que la vida había tomado conciencia de sí misma. Su familia podía enorgullecerse, la inteligencia tomaba las riendas en un mundo en que hasta ese momento todo había sido consecuencia del destino y de procesos naturales.

A velocidad de vértigo se sucedieron las distintas generaciones de seres humanos; pocos en un principio, se fueron reproduciendo sin cesar. Las condiciones climatológicas, las cuales eran generalmente bastante adversas, cambiaron de súbito durante un periodo de tiempo indefinido, y los seres humanos empezaron a creer en su buena suerte. Mejoraron las condiciones de vida, aprendieron a sembrar los campos, ocuparon enormes extensiones de tierra firme, colonizándolas y transformándolas para su beneficio y bienestar. Las tribus se convirtieron en colonias, y las colonias en poblados. El uso de fuentes de energía cada vez más rentables posibilitó un avance sin precedentes; los seres humanos ya eran capaces de obtener todo aquello que quisieran. Alimentos, materias primas para construcciones, armas, ropajes, todo salía de la tierra, de un modo u otro. Los humanos también se iniciaron en el arte de la tecnología, construyendo artilugios y cachivaches rudimentarios al principio pero instrumentos perfeccionados poco después, que sirvieron para aumentar aún más si cabía la producción y el bienestar. La evolución de la inteligencia era a todas luces mucho más rápida que la evolución biológica. El Sol vio con asombro cómo aquellos seres que hacía un microsegundo saltaban alegremente de árbol en árbol habían conseguido edificar enormes construcciones de metal y vidrio que rozaban las nubes del cielo. Expandidos por todo el planeta, los humanos no tenían limitación alguna. Superando cualquier otra forma de vida jamás vista sobre la Tierra, habían podido colonizar todo un mundo, todo un planeta, para su propia evolución.

Pero el Sol también sufrió; desde la lejanía vio cómo el producto último de la inteligencia consumía mucha materia prima, mucha energía procedente del interior de su planeta en forma de oscuras sustancias orgánicas llamadas petróleo y carbón, y que en última instancia no era sino materia viva pero ahora muerta que se había acumulado tras un enorme periodo de tiempo. La inteligencia ya no sólo usaba la materia para su beneficio; también empleaba la propia vida, tanto viva como muerta. Cada vez había más seres humanos, que en su alto nivel de vida requerían ingentes cantidades de energía; la mayoría, sin embargo, no disponía de ella. Sólo eran unos pocos poblados los que la empleaban con desenfreno. Otros aunque la tenían en su región la cedían gustosamente a los poblados mayores. El Sol no entendía por qué; miraba a esas gentes y las veía mucho más necesitadas de energía que sus vecinos ricos, pero así funcionaban las cosas en ese planeta. Llegaría un momento en que toda esa energía almacenada en la tierra devendría escasa: ¿qué harían entonces los poblados de la Tierra? (figura 2).



Figura 2: el incremento de la necesidad de energía en la Tierra ha sido exponencial en los últimos años; el petróleo sólo será útil durante un siglo, aproximadamente. Pero, ¿luego qué? (A. Baracca)

La inteligencia humana comprendía el origen de esa energía, la cantidad existente y la demanda necesaria; sabía por tanto que en un abrir y cerrar de ojos el fin de esa energía llegaría pronto. ¿Había alternativas? ¿Tenían algún otro recurso a mano que pudiera suplirlas? No. En realidad sí los había, pero no se habían dedicado a investigar suficientemente a fondo la cuestión. ¿Cómo era posible, por qué no ponían todos los medios necesarios para desarrollar la tecnología elemental y así despreocuparse para siempre de problemas energéticas. El Sol de pronto lo comprendió. Había otros motivos, en nada relacionados con la evolución del ser humano como especie, sino en la evolución de poblados, de países concretos. Unos querían crecer al máximo, ser importantes, pero no querían lo mismo para los demás. Mientras la energía procedente de la vida muerta fuera el motor del planeta, esos pocos poblados no tendrían rival, porque esa energía era de ellos. En cambio, la energía que se podía obtener por otros medios era universal, no estaba limitada ni cercada por barreras físicas o por problemas burocráticos o políticos.

El Sol palideció al comprenderlo. La inteligencia humana, que tan arduamente había sido forjada a partir de simples moléculas orgánicas, que tenía tras de sí una historia de cuatro mil millones de años de evolución biológica y quince mil millones de años de evolución cósmica, que tenía sus raíces en el Sol y en la explosión de colosos de gas en los principios de los tiempos, prefería la avaricia y la codicia a la concordia y bienestar de todos los seres del planeta. Ardió de ira, enrojeció hasta arrojar lenguas de fuego y plasma al espacio interplanetario, y entendió que, aunque maravillosa, la inteligencia tenía defectos; algunos de ellos son tan graves que pueden hacerla desaparecer.

Y, sin embargo, la solución a los problemas en la Tierra era sencilla. Una estrella es una fuente inagotable de energía. El Sol enrojeció aún más. ¿A qué esperaban, pues, los seres humanos?