14.4.12

Saltos al infinito



Aquí, en la Tierra, radicados como estamos en un minúsculo mundo rodeado de inmensidad, apenas somos conscientes de lo existente más allá de los límites del mismo. Pese a poder observar algunos fenómenos sorprendentes y fascinantes (desde las 'simples' estrellas hasta explosión de supernovas, lluvias de meteoros, etc.), nada nos indica la verdadera extensión, la increíble dimensión y la inquietante atemporalidad del Cosmos.

De mis lecturas de Astronomía, iniciadas hace casi dos décadas, aprendí que todo lo que sabemos es gracias a la luz. Si conocemos lo lejos que está una estrella es por su luz; si conocemos su composición, es por su luz; si descubrimos cuál es su movimiento, es por su luz; si somos capaces de detectar planetas a su alrededor, es por su luz. Incluso, si en el futuro tenemos los instrumentos adecuados, será posible distinguir la existencia de vida en otro mundo gracias al espectro producido por la luz que rebota en él procedente de su estrella madre. La Astronomía, de hecho, tiene sentido gracias a la luz.

La luz no es más que radiación electromagnética procedente de una fuente emisora (como las estrellas) y que capta nuestra vista. Ya he hablado en algunas ocasiones de que la luz viaja a una gran velocidad (algo así como 300.000 kilómetros por segundo; da más de siete vueltas a la Tierra en ese único segundo...), y que lo que vemos en el Cosmos es el pasado, no el presente. Aunque la luz viaje rápido, el Universo es muy grande y las distancias a recorrer son verdaderamenente enormes. Así pues, no creamos que la información transmitida por la luz es instantánea y directa; tarda tiempo en llegar hasta nosotros. Mirar el cielo es ir temporalmente hacia atrás, en busca del pasado, cada vez más remoto. Saltando de astro en astro, retrocedemos en el tiempo, hasta casi tocar el infinito, cuando el Universo era un recién nacido. Gracias precisamente a que la velocidad de la luz es finita podemos ir al encuentro de la infancia del Cosmos.

Imaginemos ahora lo siguiente: pongamos por caso que hoy explota el Sol (hecho harto improbable). Nosotros sabemos que va a suceder, y como disponemos de una nave espacial nos subimos a ella y, empleando un agujero de gusano (y dando por supuestas muchas cosas), alcanzamos el otro confín de la Vía Láctea. Aterrizamos en un planeta agradable acompañado de una estrella estable y, utilizando un telescopio, miramos hacia el Sistema Solar. Si el viaje por el agujero de gusano ha sido lo suficientemente rápido (más que la luz solar), al mirar a través del ocular del telescopio aún veríamos al Sol, brillante y amarillo, bañando con su luz a la Tierra. Aunque, naturalmente, sabríamos que ya no existe.

Sorprendente, ¿verdad?

(Publicado en El Hermitaño el 1º de mayo de 2006)

8.1.12

Cielo e infierno



Sobre el horizonte se alzó un monstruo de luz y lenguas de fuego. Era un día de pesadilla, la atmósfera rezumaba maldad y se oía el poder desbocado del sol, dedicado a la tarea de destruir, abrasar y devorar todo rastro de vida, conciencia y amor. Los árboles iban a ser despedazados, las rocas pulverizadas, y los mares carecerían para siempre de agua. Las últimas gotas, evaporadas y reunidas con el éter espacial, eran el último testigo de lo que había sido aquel planeta, otrora azul, convertido ahora en un desierto de magma y esterilidad absoluta. Jamás la vida volvería a aparecer; ningún otro ser vivo, ninguna flor, ningún ser que se mirara a sí mismo...

Va a suceder. Hoy no, tampoco mañana, pero el día llegará. Puede que aún tarde unos 2.500 millones de años, o algo más, pero el fin deberá acontecer. Todo nacimiento ostenta su sentido para tener un desenlace: la vida es tal gracias a la muerte; y viceversa.

No estaremos, ninguno de nosotros, para entonces. Quizá nuestro recuerdo, morando en las mentes de los seres que sí tengan existencia a la sazón, si es que el propio Universo no deviene (¿acaso no lo es ya?) una enorme y gigantesca Mente, indistinguible de Dios, en atributos, alcance e inmortalidad. 2.500 millones de años: 2.500.000.000 años, o unos tres millones de veces nuestra vida media. Tres millones de veces todo lo que viviré, para ese futuro... ¿Qué cosas, qué entidades, qué misterios habrá en ese Cosmos que está por llegar? Si pudiéramos echar un vistazo cuando venga esa hora, la progresiva transformación del Sol en gigante roja, veríamos en directo la extinción de la Tierra, el ocaso de nuestro mundo. Adiós a la Tierra, por toda la eternidad... Sería una imagen aterradora, pero también admirable: la despedida de un mundo, y seguramente la creación de otro, en algún otro lado, otra Tierra, tan hermosa como ella...

Por suerte, mientras tanto, podemos disfrutarla, a nuestra Tierra, reverenciarla, amarla y protegerla. Y, al Sol, podemos adorarlo, agradecerle su presencia, brindarle nuestra simpatía, y verle, no como el astro que nos destruirá (aunque así sea...), sino como el que nos dio la vida, la perfección y la abundancia sin límites de que goza la Tierra...

Sobre el horizonte se alzó un ángel de luz y calor. Era un día de maravillas, la atmósfera rezumaba bondad y se oía el suave poder del sol, dedicado a la tarea de nutrir, reverdecer y conservar todo rastro de vida, conciencia y amor. Los árboles se mantenían lozanos, las rocas refulgían, y los mares consagraban sus aguas puras para el deleite. Las infinitas gotas, izadas hacia el aire por un niño juguetón en la playa, representaron lo que era nuestro planeta, antes inhabitable: un paraíso de resplandor, riqueza y fecundidad absoluta. Jamás la vida volvería a aparecer tan vigorosa; ni ningún otro ser vivo, ninguna flor, ningún ser que se mira a sí mismo, tan bello...