27.9.09
Bajo la luz de Hércules
Tumbado. La cara mira hacia el infinito. El cuerpo descansa. La mente vuela.
Finales de septiembre. Hércules corre por encima de nuestras cabezas. Está, en la imaginería astronómica, arrodillado ante Ofiuco (el Serpentario), sosteniendo en las manos un mazo y una rama repleta de frutos. Prosigue sus heroicos trabajos, aunque en el firmamento sus miembros parezcan estáticos y su iniciativa vencida por el tiempo y las distancias.
Demos ahora un pequeño paso hacia fuera (es decir, hacia dentro del Cosmos). Vemos cuatro estrellas (algo débiles todas ellas) que configuran un trapecio central. Representan el abdomen del personaje, de cuyos vórtices parecen partir otros tantas espirales estelares (que simbolizan las tres extremidades y el cuello y cabeza de aquel). Con un poco de imaginación, y si la noche no muere extinguida por las luces que no deberían brillar, podemos formarnos una buena imagen de nuestro amigo de las alturas. Un brazo en alto, en posición de ataque, una pierna apoyada en el suelo, al igual que la otra, y otro brazo más, y ya vemos (concebimos, sentimos, vivimos...) su presencia celestial. Las estrellas que dibujan al hercúleo ser se hallan a un paso de nosotros. Entramos en el escenario, y contemplamos la escena y a los personajes...
Ahora otro paso más. Dejamos atrás astros cercanos. En una de las líneas que unen dos estrellas del trapecio se esconde un objeto muy famoso, distinguido con feos nombres (M 13 o NGC 6205). Se trata de un hervidero de estrellas viejas, lo que los entendidos llaman un cúmulo globular. El enjambre está lejos; tanto que podríamos contar por cada segundo cada kilómetro que nos separa de él y necesitaríamos algo así como mil millones de vidas humanas para terminar el recuento... Se supone que hay cerca de un millón de estrellas alojadas allí, en plena armonía gravitatoria y tan apiñadas unas con otras que, de haber planetas alrededor de algunas, sus cielos nocturnos nunca llegarían a ser tales y mostrarían, por el contrario, multitud de luminarias apelotonadas, luchando por brillar más que sus semejantes. Sería todo un espectáculo; un sol radiante y docenas (o centenares) de otros brillando a su lado tanto como la Luna llena. Me gustaría estar allí alguna vez...
El glóbulo de estrellas nos marca el límite de nuestro entorno galáctico, las afueras de una vasta Vía Láctea y su frontera con otras islas de astros. Cerca de M 13 hay una de ellas (NGC 6207), de aspecto alargado y difuminado, ya inaccesible a la visión humana sin auxilio instrumental. Es una isla portentosa, aunque no sea más que una mancha de luz apenas perceptible; contiene centenares de miles de millones de estrellas. Es tan ancha que para recorrerla de punta a punta a la velocidad de un F-16 necesitaríamos un billón años (casi cien veces el tiempo de vida del propio Universo...). Sus brazos espirales, dispuestos de forma semejante a los de la constelación que la contiene, albergan miles de millones de planetas, algunos recién nacidos, otros próximos a la destrucción. Qué seres, o qué cosas, se arremolinan allí, junto las masas de helio e hidrógeno y las atascos de polvo, es algo que probablemente nunca sabremos. Si pudiéramos acercarnos un poco más...
Nos queda un último escalón a superar, una postrera puerta por abrir: la isla deja ahora paso a todo un archipiélago, un soberbio grupo de galaxias que, combinados siguiendo una coreografía cósmica perfecta, nos enseña el Cosmos a la más alta escala que podemos percibir; el racimo de islas (que algunos denominan Cúmulo de Hércules) está dominado por miembros esferoidales, compactas y densas en astros, que parecen presidir el cúmulo y organizar el tinglado galáctico. A su vera aparecen las espirales, graciosas y bien parecidas, que dotan de belleza al sistema, mientras que en ocasiones florecen galaxias de aspecto amorfo, casi deforme, como hijas fallidas de una cópula con progenitores monstruosos. Cada nube de gas y estrellas que forma el grupo tiene tanta materia como nuestra querida Vía Láctea, y es tan prometedora como ella en vida y civilización. Es una lástima que sus ecos inteligentes ni sus canciones alcancen nunca la Tierra y sus oídos gigantes en forma de radiotelescopio... O quizá algún día... Quién sabe.
Me duele el cuello. Mis ojos pierden visión y noto la espalda agarrotada. Hace frío. Es hora de la cama. Cierro la hamaca, recojo los prismáticos y digo adiós. ¿Habrá alguien que, sobre la arena de un mundo lejano, divise astros y galaxias y medite quién (o qué) se arrincona entre el espacio vacío? Debe haberlo. No, lo hay, seguro.
O no. ¿La inmensidad y el espacio eterno vacíos para siempre, entonces? Hércules se agita en su lecho, sacude su maza y mira al serpentario. No puede ser. Ahí hay algo... y alguien.
Brindemos, pues. El encuentro, el hallazgo y la victoria están cerca.
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