8.1.12

Cielo e infierno



Sobre el horizonte se alzó un monstruo de luz y lenguas de fuego. Era un día de pesadilla, la atmósfera rezumaba maldad y se oía el poder desbocado del sol, dedicado a la tarea de destruir, abrasar y devorar todo rastro de vida, conciencia y amor. Los árboles iban a ser despedazados, las rocas pulverizadas, y los mares carecerían para siempre de agua. Las últimas gotas, evaporadas y reunidas con el éter espacial, eran el último testigo de lo que había sido aquel planeta, otrora azul, convertido ahora en un desierto de magma y esterilidad absoluta. Jamás la vida volvería a aparecer; ningún otro ser vivo, ninguna flor, ningún ser que se mirara a sí mismo...

Va a suceder. Hoy no, tampoco mañana, pero el día llegará. Puede que aún tarde unos 2.500 millones de años, o algo más, pero el fin deberá acontecer. Todo nacimiento ostenta su sentido para tener un desenlace: la vida es tal gracias a la muerte; y viceversa.

No estaremos, ninguno de nosotros, para entonces. Quizá nuestro recuerdo, morando en las mentes de los seres que sí tengan existencia a la sazón, si es que el propio Universo no deviene (¿acaso no lo es ya?) una enorme y gigantesca Mente, indistinguible de Dios, en atributos, alcance e inmortalidad. 2.500 millones de años: 2.500.000.000 años, o unos tres millones de veces nuestra vida media. Tres millones de veces todo lo que viviré, para ese futuro... ¿Qué cosas, qué entidades, qué misterios habrá en ese Cosmos que está por llegar? Si pudiéramos echar un vistazo cuando venga esa hora, la progresiva transformación del Sol en gigante roja, veríamos en directo la extinción de la Tierra, el ocaso de nuestro mundo. Adiós a la Tierra, por toda la eternidad... Sería una imagen aterradora, pero también admirable: la despedida de un mundo, y seguramente la creación de otro, en algún otro lado, otra Tierra, tan hermosa como ella...

Por suerte, mientras tanto, podemos disfrutarla, a nuestra Tierra, reverenciarla, amarla y protegerla. Y, al Sol, podemos adorarlo, agradecerle su presencia, brindarle nuestra simpatía, y verle, no como el astro que nos destruirá (aunque así sea...), sino como el que nos dio la vida, la perfección y la abundancia sin límites de que goza la Tierra...

Sobre el horizonte se alzó un ángel de luz y calor. Era un día de maravillas, la atmósfera rezumaba bondad y se oía el suave poder del sol, dedicado a la tarea de nutrir, reverdecer y conservar todo rastro de vida, conciencia y amor. Los árboles se mantenían lozanos, las rocas refulgían, y los mares consagraban sus aguas puras para el deleite. Las infinitas gotas, izadas hacia el aire por un niño juguetón en la playa, representaron lo que era nuestro planeta, antes inhabitable: un paraíso de resplandor, riqueza y fecundidad absoluta. Jamás la vida volvería a aparecer tan vigorosa; ni ningún otro ser vivo, ninguna flor, ningún ser que se mira a sí mismo, tan bello...

1 comentario:

Ron Berserker dijo...

Segun el siguiente blog blog, el infierno no existe: kristosluz.blogspot.com
Saludos.