7.3.07

La muerte del Sol

Dentro de miles de millones de años, cuando quizá toda la Humanidad haya dejado el planeta Tierra y esté diseminada por entre las estrellas de la Vía Láctea formando colonias de exploración galáctica, el Sol, la estrella que ha proporcionado el sustento idóneo para la formación y posterior evolución de la vida, empezará a sufrir una serie de transformaciones que le llevarán a su extinción como astro. El final del Sol será relativamente tranquilo, pero su muerte significará también la del Sistema Solar y, por tanto, el de la Tierra y las formas de vida que puedan poblar el planeta en esos momentos.

Desconocemos las implicaciones de la muerte. Sólo sabemos que significa nuestro fin en este mundo, pero no podemos aventurar nada más. ¿Será ese fin definitivo o hay otra vida más allá, en otros planos de existencia o dimensiones desconocidas para los humanos? Como la única forma estricta de saberlo pasa por experimentarla por nosotros mismos, con el consiguiente riesgo de no hallar esa otra vida caso de que no exista, las personas tememos a la muerte. Pero no sólo nosotros morimos: las plantas y los animales, sin distinción de inteligencia, también tienen su fin en el ciclo vital de su existencia. ¿Queda algo que podamos “etiquetar” como eterno? Los antiguos creyeron que lo único que no moría, y que por tanto, era inmortal, era el firmamento. Esa concepción del Universo implicaba que no habría cambios en él, que mantendría una constancia perfecta y las alteraciones o imperfecciones que pudieran observarse se considerarían como propias de la Tierra. Un meteoro o un cometa, por ejemplo, eran fenómenos situados dentro del ámbito de influencia de nuestro planeta, no hechos que sucedían más allá de él.

Y si el Universo era eterno y perfecto, el Sol, que estaba más allá de la región que ocupaba la Tierra, también debía serlo. Por consiguiente, la estrella del Sistema Solar había estado siempre en los cielos y seguiría estándolo hasta la eternidad, sin que en su disco se pudiesen ver fenómenos extraños o desconocidos; el Sol era perfecto y como tal era imprescindible su pureza, su rostro inmaculado a lo largo de los eones.

El descubrimiento de las manchas solares (observadas ya por astrónomos chinos y posteriormente a través del telescopio en el siglo XVII) reveló claramente, sin embargo, que nuestra estrella no era inmaculada, sino que tenía ‘defectos’, imperfecciones en su superficie. Esto propició un abandono de la idea de un Sol inmutable. Así, tras siglos de perfección e inmortalidad cósmica, se empezó a pensar en la posibilidad de que nuestra querida estrella tuviese un fin, una muerte real. Debió ser un duro golpe para los partidarios de lo eterno; excepto el Universo mismo, ya no había nada en él que pudiese considerarse ‘vivo’ para siempre (por supuesto, si no lo era el Sol, aún menos la Tierra, que dependía de su energía). Así, los científicos iniciaron un estudio de las propiedades de las estrellas que se veían en el cielo nocturno, y compararon los conocimientos adquiridos con la naturaleza del Sol, a fin de poder establecer cuál había sido su línea evolutiva. Hagamos un breve repaso a la vida del Sol hasta el momento presente.

Según la teoría sobre el nacimiento del Sol más aceptada en la actualidad, nuestra estrella se originó producto de la unión por atracción gravitatoria de multitud de pequeñas partículas que inicialmente formaban parte de una nube de gas y polvo. Al apretarse más y más, la temperatura aumentó de manera considerable hasta que en un momento dado, la protoestrella empezó a brillar producto de las reacciones nucleares. Aquí es cuando empieza la vida “normal” del astro, caracterizada por la conversión de hidrógeno en helio, elementos principales que constituían la estrella; la presión y la gravedad, fuerzas opuestas perfectamente contrapuestas en intensidad, permiten a la estrella mantener una gran tranquilidad física. Este periodo es el más estable y también el más largo. El Sol, de hecho, aún permanece en esta fase, llamada secuencia principal (figura 1).



Figura 1: el Sol visto a través del telescopio.

A partir del momento en que el hidrógeno empieza a escasear en el interior del Sol, se suceden una serie de acontecimientos que precede a la muerte de la estrella. Una vez sólo se dispone de helio, conservado en el centro como núcleo del astro, éste queda rodeado por las capas más externas, que aún contienen hidrógeno. Pese a que la estrella tiende a enfriarse, pues ya no acontecen las reacciones nucleares que mantenían el centro a una temperatura de 20 millones de grados, el enfriamiento genera contracción1. Consecuentemente, la estrella vuelve a calentarse, y alguna de las capas de hidrógeno que se sitúan en torno a ella alcanza el punto de las reacciones nucleares. En palabras de Carl Sagan, “una estrella es un fénix destinado a levantarse durante un tiempo de sus cenizas”. En este momento, el Sol sufrirá un cambio espectacular en su fisonomía; se hinchará. Esto es debido a que la enorme liberación de energía en las zonas que rodean al núcleo obliga a las capas más externas a expandirse. Esta etapa en la vida del Sol se denomina gigante roja, y llegará cuando el astro cumpla alrededor de 10.000 millones de años (es decir, dentro de aproximadamente 5.000 millones de años). En su expansión, el Sol alcanzará la órbita de Mercurio, Venus y es posible que también la de la Tierra. Si esto llega a suceder, por supuesto que la vida en la Tierra desaparecerá, dado que no habrá aire ni agua disponibles (de hecho, todos los océanos hervirán hasta evaporarse), las temperaturas serán elevadísimas y posiblemente ni siquiera será posible la vida subterránea, por muy elemental que sea.

La continuación lógica en la vida del Sol, al no disponer ya de suficiente hidrógeno, es utilizar el helio (que comprende el 20% de los átomos que lo forman), el segundo elemento más abundante, para mantener las reacciones nucleares. El helio se convierte entonces en carbono, pero este proceso, aunque es válido para mantener las reacciones nucleares y además genera una nueva expansión, apenas aporta calor a la estrella. Ahora, ya sin casi helio, el astro padecerá repentinas expansiones y contracciones, como si luchara por mantenerse vivo aun a costa de no poseer ya la suficiente energía; oscilando sin parar, mutará grotescamente, inflándose y encogiéndose continuamente sin control, en lo que constituirán los últimos respiros del Sol, dentro de unos 11.000 millones, más o menos.

Sin embargo, la estrella no dejará de existir tan fácilmente. Tras el agotamiento total del helio, cuando ya no quede en su núcleo prácticamente nada que quemar para obtener energía, el astro se verá obligado a dejar ir, de una vez por todas, el material gaseoso que la constituye. En los momentos precedentes, la “hinchazón” de la estrella no era nada más que su atmósfera externa expandiéndose, pero ahora no habrá nada que impida que ésta aumente gigantescamente su tamaño. El resultado será uno de los objetos astronómicos más bellos y majestuosos que el Universo puede ofrecernos: una nebulosa planetaria. Como la atmósfera protectora queda al descubierto, el núcleo desnudo de la estrella emite unas poderosas radiaciones ultravioletas que excitan el gas circundante, coloreando fantasmagóricamente el anillo de material y volviéndolo visible (figura 2). El gas desatado, en su trayecto hacia las afueras del Sistema Solar, iluminará por última vez el cielo de la Tierra, llenando el espacio interplanetario con una fluorescencia azulada o rojiza.



Figura 2: una nebulosa planetaria, el objeto en que se convertirá el Sol dentro de 6.000 millones de años, aproximadamente. La envoltura de gas que se observa rodeando a la débil estrella central es su propia atmósfera, expelida al ya no ser capaz el astro de mantener unida su materia constitutiva.

Pero el Sol aún vive. En las regiones más internas todavía queda un objeto de pequeñas dimensiones, casi en el límite de emitir luz, aunque resulta claramente visible para nuestros telescopios (no sólo los profesionales): se trata de un tipo de estrellas llamadas enanas blancas. La historia de su descubrimiento es bastante interesante.

En 1844, el astrónomo alemán Friedrich Bessel (1784-1846) se encontraba estudiando el movimiento propio de Sirio, el astro más brillante visto desde la Tierra. Detectó ciertas oscilaciones en su trayectoria que eran enigmáticas, y sólo dos décadas más tarde, en 1862, Alvan Clark, óptico y astrónomo estadounidense (1804-1887), empleando un excelente refractor de 46 cm, pudo detectar un pequeño punto de luz junto a Sirio. Se trataba, pues, de una estrellita compañera la que hacía oscilar al astro principal, llamada después Sirio B. El cálculo de su luminosidad arrojó un valor increíble: era unas diez mil veces menos brillante que Sirio A. Walter Adams, al estudiar en 1914 su espectro, hizo notar que su temperatura en la superficie era de 8.000ºK. Había pues una estrella bastante menor que el Sol en cuanto al tamaño, pero con casi su misma masa, más caliente y mucho menos luminosa. La única explicación razonable para comprender su naturaleza era suponer que su densidad era altísima. De hecho, si el Sol tenía una densidad media de un gramo por centímetro cúbico, la de Sirio B debía ser algo así como un millón de veces mayor (!).

La enana blanca remanente, que dentro de unos 11.000 millones de años presidirá el reino del Sistema Solar, posee aún cierta capacidad para impedir que la fuerza gravitatoria la colapse por completo. De hecho, los electrones que forman los átomos de la estrella son arrancados de su lugar original y son estrujados tan violentamente que responden a la fuerza de gravedad actuando como una “presión cuántica” sorprendente, inhibiendo su afán de compresión y, una vez más, al igual que cuando la estrella se hallaba en la secuencia principal, permitiendo que la fuerza gravitatoria y esta extraña “presión cuántica” se contrarresten y la enana blanca siga viviendo por un tiempo más.

Esta enigmática “segunda vida” que el Sol disfrutará se prolongará, según nuestros conocimientos, varios miles de millones de años aún, hasta que toda la energía calorífica que contenga la enana blanca haya sido expulsada al espacio exterior. Cuando ello suceda, el Sol, por fin, emitirá lentamente su último aliento al Cosmos, decreciendo de manera progresiva su luminosidad hasta convertirse en una enana negra, astro frío y ya muerto que no podrá emanar nunca más ningún destello luminoso.

Resumamos ahora, en unas pocas líneas, la existencia del Sol, desde sus orígenes hasta su muerte absoluta.

Una nebulosa compuesta de gas y polvo situada en uno de los brazos espirales de la Vía Láctea, nuestra galaxia, empieza, por efecto de la fuerza de gravedad, a aglutinar muchas partículas hacia su centro, más denso que la periferia. Ese centro se hace cada vez más grande, porque a medida que aumenta su tamaño también hay más atracción gravitatoria en el centro que favorece el apresar más y más partículas de las afueras de la nebulosa. Aumentando su temperatura por la fricción entre esas partículas llega un momento en que la parte más central y densa de la región alcanza la posibilidad de iniciar reacciones nucleares y con ellas el embrión estelar empieza a brillar. Acaba de nacer el Sol. Seguidamente la estrella, un 30% más brillante en ese momento que en la actualidad, entra en la secuencia principal, etapa de su vida de gran estabilidad (obviando los ciclos de actividad variable, por supuesto, como el caso del Mínimo de Maunder, que vimos en otro artículo), pues el astro consume hidrógeno, presente en enormes cantidades (más del 70% de la masa total) y lo convierte en helio, de donde extraerá su energía. Cuando empieza a agotarse aquel, el Sol, ya de unos 10.000 millones de años de edad, empleará el helio y lo fusionará para obtener carbono. Pero como el hidrógeno aún se conserva en las capas externas de la estrella y en el interior la temperatura aumenta producto de la fusión del helio, las regiones más alejadas del centro se ven forzadas a emigrar más lejos aún. Con ello la estrella se expande, y se convierte en una gigante roja. El tiempo de permanencia del Sol en esta etapa es ínfimo: unos 1.000 millones de años. Después, la estrella padecerá continuadas y bruscas expansiones y contracciones, consecuencia del agotamiento de su “combustible nuclear”. A continuación, preludio de una nueva transformación, el Sol expulsará sus capas gaseosas al espacio, creando una nebulosa planetaria. En el centro de la nebulosa se hallará una enana blanca, astro de alta temperatura, masa similar a la del Sol o un poco menor y dimensiones planetarias, con una densidad increíble (en el tamaño de un terrón de azúcar estaría la masa de toda una montaña) y que aún seguirá brillando tenuemente durante algunos miles de millones de años, hasta que en su interior no queda nada que le otorgue energía alguna y muera definitivamente como una enana negra, un residuo, un desecho cósmico incapaz de brillar que marcará el final de la estrella, nacida de una nube de gas y polvo casi 20.000 millones de años antes.

No obstante, nuestra estrella ha proporcionado la materia necesaria para que, a partir de los restos de gas y polvo no utilizados en su formación, hayan podido originarse los planetas, los satélites, los asteroides, los cometas y demás partículas interplanetarias. Asimismo, y es algo único hasta el momento en el Universo, habrá permitido también el nacimiento y la evolución de la vida en la Tierra y habrá vislumbrado cómo una especie, la Humana, habrá llegado al umbral que separa la simple materia de la inteligencia y consciencia. Para cuando el Sol esté apagándose poco a poco y muriendo silenciosamente en el centro de un Sistema Solar oscuro y frío, sin vida y sin luz, quizá los seres humanos nos hallemos a salvo en un planeta azul bajo la tutela de una joven estrella amarilla, que nutrirá las semillas de la vida y la inteligencia durante algunos miles de millones de años más.

Bibliografía:

- Una estrella llamada Sol, G. Gamow, Biblioteca de Divulgación Científica, RBA Editores, Barcelona, 1994.
- Soles en explosión, I. Asimov, Biblioteca de Divulgación Científica, RBA Editores
(Barcelona, 1994.
- ¿Cómo nacen y mueren las estrellas?, I. Asimov, Ediciones SM, 1990.
- El mundo de las estrellas, J.L. Comellas, Equipo Sirius, Madrid, 1997.
- Cosmos, Carl Sagan, Planeta, Barcelona, 2000.

No hay comentarios: