30.3.07

Un hogar de maravillas



Vivimos en una espiral galáctica en constante fecundación. Las estrellas que la forman, como las personas, nacen, viven y mueren. Por doquier vemos la intensa actividad cósmica en los criaderos de estrellas, esas regiones enormes de gas y polvo en las que sin cesar se forman los nuevos astros. Vemos también la extensa maraña de estrellas maduras, que jalonan nuestros cielos, y podemos ver asimismo el ocaso de la población estelar, a veces en colosales explosiones y otras en conchas de gas en expansión. Toda la vida de las estrellas es visible ante nuestros ojos en la ventana que la Vía Láctea abre para nosotros cada día.

La Vía Láctea, la morada de esa peculiar especie que llamamos humana (y seguramente de otras muchas más, inteligentes o no), pierde en otoño parte de su fuerza luminosa; regresará hacia finales del mes próximo con toda su energía, gracias a constelaciones como Orión.

Si no somos tan estúpidos como parece y podemos sobrevivir a nuestros propios miedos y conflictos (y creo sinceramente que no lo somos), la Vía Láctea nos espera, nos llama, nos tienta con su luz maravillosa.

Sólo tenemos que ir a su encuentro.

(Publicado en El Hermitaño el 5 de octubre de 2005)

19.3.07

El primer paso hacia las estrellas; Voyager 1

La sonda espacial Voyager 1, lanzada en 1977, está ahora casi casi en el límite mismo del sistema solar. Es el primer artefacto humano que ha llegado tan lejos (estamos hablando que 14.000 millones de kilómetros le separan del Sol; en comparación, la Tierra está sólo a 150 millones).

¿Y qué? Bien, no es moco de pavo que nuestra humilde civilización haya podido lanzar, controlar y mantener un ingenio de esas características a tanta distancia. Pero, además, está el hecho sorprendente, para quienes aún no lo habían pillado, que el límite del sistema solar (o, al menos la zona donde su influencia empieza a ser menor) implica que la Voyager dentro de poco será una nave interestelar, no sólo interplanetaria, como hasta ahora: comenzará, por fin, su viaje a través de las estrellas.

Es como si saliéramos por vez primera del cascarón, del caparazón protector que el Sol significa para todos nosotros. Más allá de donde su acción pierde efectividad está el espacio vacío, frío y hostil. La Voyager inicia por tanto una nueva etapa de su recorrido, lejos del amparo solar. Qué le sucederá a partir de entonces es una incógnita, aunque tardará muchos miles de años (quizá millones) en acercarse a alguna estrella.


La Voyager 1, hacia lo desconocido Posted by Hello

En el trayecto silencioso, mientras surca el mar galáctico, la Voyager quizá tenga la suerte de tropezar con algún navío espacial o una pequeña nave de reconocimiento de otra civilización. Entonces habrá un momento mágico, del que nadie de nosotros tendrá noticias inmediatas, cuando dos ingenios producto de mentes muy diferentes y alejadas tal vez mucho en la escala evolutiva se encuentren. La Voyager 1 lleva un disco con informaciones variadas sobre el ser humano y nuestra posición en el Cosmos. Es posible que ese encuentro fortuito entre dos artefactos tecnológicos sea el comienzo de una nueva era de la Humanidad, pero aún deberemos esperar para que ello suceda.

Lo que no quiero imaginarme es que la Humanidad quede muda, por su propia estupidez, antes de que ese momento mágico se haga realidad. Sin embargo, no hay muy buenas perspectivas según lo que estamos viendo en los últimos años. La Voyager 1 es un trozo de hierro, metal y componentes electrónicos que ha aportado mucho al ser humano; a partir de hoy tal vez su aportación sea aún mayor, porque es nuestro primer abanderado en la exploración de las estrellas, el mensajero de una humanidad sorprendente, maravillosa y frustrante al mismo tiempo y que, con el ejemplo del Voyager, muestra al Cosmos el deseo de los habitantes de la Tierra por conocer sus orígenes y su destino.


La Tierra (el punto azul), vista desde la Voyager Posted by Hello

(Publicado en El Hermitaño
el 3 de junio de 2005)

7.3.07

La muerte del Sol

Dentro de miles de millones de años, cuando quizá toda la Humanidad haya dejado el planeta Tierra y esté diseminada por entre las estrellas de la Vía Láctea formando colonias de exploración galáctica, el Sol, la estrella que ha proporcionado el sustento idóneo para la formación y posterior evolución de la vida, empezará a sufrir una serie de transformaciones que le llevarán a su extinción como astro. El final del Sol será relativamente tranquilo, pero su muerte significará también la del Sistema Solar y, por tanto, el de la Tierra y las formas de vida que puedan poblar el planeta en esos momentos.

Desconocemos las implicaciones de la muerte. Sólo sabemos que significa nuestro fin en este mundo, pero no podemos aventurar nada más. ¿Será ese fin definitivo o hay otra vida más allá, en otros planos de existencia o dimensiones desconocidas para los humanos? Como la única forma estricta de saberlo pasa por experimentarla por nosotros mismos, con el consiguiente riesgo de no hallar esa otra vida caso de que no exista, las personas tememos a la muerte. Pero no sólo nosotros morimos: las plantas y los animales, sin distinción de inteligencia, también tienen su fin en el ciclo vital de su existencia. ¿Queda algo que podamos “etiquetar” como eterno? Los antiguos creyeron que lo único que no moría, y que por tanto, era inmortal, era el firmamento. Esa concepción del Universo implicaba que no habría cambios en él, que mantendría una constancia perfecta y las alteraciones o imperfecciones que pudieran observarse se considerarían como propias de la Tierra. Un meteoro o un cometa, por ejemplo, eran fenómenos situados dentro del ámbito de influencia de nuestro planeta, no hechos que sucedían más allá de él.

Y si el Universo era eterno y perfecto, el Sol, que estaba más allá de la región que ocupaba la Tierra, también debía serlo. Por consiguiente, la estrella del Sistema Solar había estado siempre en los cielos y seguiría estándolo hasta la eternidad, sin que en su disco se pudiesen ver fenómenos extraños o desconocidos; el Sol era perfecto y como tal era imprescindible su pureza, su rostro inmaculado a lo largo de los eones.

El descubrimiento de las manchas solares (observadas ya por astrónomos chinos y posteriormente a través del telescopio en el siglo XVII) reveló claramente, sin embargo, que nuestra estrella no era inmaculada, sino que tenía ‘defectos’, imperfecciones en su superficie. Esto propició un abandono de la idea de un Sol inmutable. Así, tras siglos de perfección e inmortalidad cósmica, se empezó a pensar en la posibilidad de que nuestra querida estrella tuviese un fin, una muerte real. Debió ser un duro golpe para los partidarios de lo eterno; excepto el Universo mismo, ya no había nada en él que pudiese considerarse ‘vivo’ para siempre (por supuesto, si no lo era el Sol, aún menos la Tierra, que dependía de su energía). Así, los científicos iniciaron un estudio de las propiedades de las estrellas que se veían en el cielo nocturno, y compararon los conocimientos adquiridos con la naturaleza del Sol, a fin de poder establecer cuál había sido su línea evolutiva. Hagamos un breve repaso a la vida del Sol hasta el momento presente.

Según la teoría sobre el nacimiento del Sol más aceptada en la actualidad, nuestra estrella se originó producto de la unión por atracción gravitatoria de multitud de pequeñas partículas que inicialmente formaban parte de una nube de gas y polvo. Al apretarse más y más, la temperatura aumentó de manera considerable hasta que en un momento dado, la protoestrella empezó a brillar producto de las reacciones nucleares. Aquí es cuando empieza la vida “normal” del astro, caracterizada por la conversión de hidrógeno en helio, elementos principales que constituían la estrella; la presión y la gravedad, fuerzas opuestas perfectamente contrapuestas en intensidad, permiten a la estrella mantener una gran tranquilidad física. Este periodo es el más estable y también el más largo. El Sol, de hecho, aún permanece en esta fase, llamada secuencia principal (figura 1).



Figura 1: el Sol visto a través del telescopio.

A partir del momento en que el hidrógeno empieza a escasear en el interior del Sol, se suceden una serie de acontecimientos que precede a la muerte de la estrella. Una vez sólo se dispone de helio, conservado en el centro como núcleo del astro, éste queda rodeado por las capas más externas, que aún contienen hidrógeno. Pese a que la estrella tiende a enfriarse, pues ya no acontecen las reacciones nucleares que mantenían el centro a una temperatura de 20 millones de grados, el enfriamiento genera contracción1. Consecuentemente, la estrella vuelve a calentarse, y alguna de las capas de hidrógeno que se sitúan en torno a ella alcanza el punto de las reacciones nucleares. En palabras de Carl Sagan, “una estrella es un fénix destinado a levantarse durante un tiempo de sus cenizas”. En este momento, el Sol sufrirá un cambio espectacular en su fisonomía; se hinchará. Esto es debido a que la enorme liberación de energía en las zonas que rodean al núcleo obliga a las capas más externas a expandirse. Esta etapa en la vida del Sol se denomina gigante roja, y llegará cuando el astro cumpla alrededor de 10.000 millones de años (es decir, dentro de aproximadamente 5.000 millones de años). En su expansión, el Sol alcanzará la órbita de Mercurio, Venus y es posible que también la de la Tierra. Si esto llega a suceder, por supuesto que la vida en la Tierra desaparecerá, dado que no habrá aire ni agua disponibles (de hecho, todos los océanos hervirán hasta evaporarse), las temperaturas serán elevadísimas y posiblemente ni siquiera será posible la vida subterránea, por muy elemental que sea.

La continuación lógica en la vida del Sol, al no disponer ya de suficiente hidrógeno, es utilizar el helio (que comprende el 20% de los átomos que lo forman), el segundo elemento más abundante, para mantener las reacciones nucleares. El helio se convierte entonces en carbono, pero este proceso, aunque es válido para mantener las reacciones nucleares y además genera una nueva expansión, apenas aporta calor a la estrella. Ahora, ya sin casi helio, el astro padecerá repentinas expansiones y contracciones, como si luchara por mantenerse vivo aun a costa de no poseer ya la suficiente energía; oscilando sin parar, mutará grotescamente, inflándose y encogiéndose continuamente sin control, en lo que constituirán los últimos respiros del Sol, dentro de unos 11.000 millones, más o menos.

Sin embargo, la estrella no dejará de existir tan fácilmente. Tras el agotamiento total del helio, cuando ya no quede en su núcleo prácticamente nada que quemar para obtener energía, el astro se verá obligado a dejar ir, de una vez por todas, el material gaseoso que la constituye. En los momentos precedentes, la “hinchazón” de la estrella no era nada más que su atmósfera externa expandiéndose, pero ahora no habrá nada que impida que ésta aumente gigantescamente su tamaño. El resultado será uno de los objetos astronómicos más bellos y majestuosos que el Universo puede ofrecernos: una nebulosa planetaria. Como la atmósfera protectora queda al descubierto, el núcleo desnudo de la estrella emite unas poderosas radiaciones ultravioletas que excitan el gas circundante, coloreando fantasmagóricamente el anillo de material y volviéndolo visible (figura 2). El gas desatado, en su trayecto hacia las afueras del Sistema Solar, iluminará por última vez el cielo de la Tierra, llenando el espacio interplanetario con una fluorescencia azulada o rojiza.



Figura 2: una nebulosa planetaria, el objeto en que se convertirá el Sol dentro de 6.000 millones de años, aproximadamente. La envoltura de gas que se observa rodeando a la débil estrella central es su propia atmósfera, expelida al ya no ser capaz el astro de mantener unida su materia constitutiva.

Pero el Sol aún vive. En las regiones más internas todavía queda un objeto de pequeñas dimensiones, casi en el límite de emitir luz, aunque resulta claramente visible para nuestros telescopios (no sólo los profesionales): se trata de un tipo de estrellas llamadas enanas blancas. La historia de su descubrimiento es bastante interesante.

En 1844, el astrónomo alemán Friedrich Bessel (1784-1846) se encontraba estudiando el movimiento propio de Sirio, el astro más brillante visto desde la Tierra. Detectó ciertas oscilaciones en su trayectoria que eran enigmáticas, y sólo dos décadas más tarde, en 1862, Alvan Clark, óptico y astrónomo estadounidense (1804-1887), empleando un excelente refractor de 46 cm, pudo detectar un pequeño punto de luz junto a Sirio. Se trataba, pues, de una estrellita compañera la que hacía oscilar al astro principal, llamada después Sirio B. El cálculo de su luminosidad arrojó un valor increíble: era unas diez mil veces menos brillante que Sirio A. Walter Adams, al estudiar en 1914 su espectro, hizo notar que su temperatura en la superficie era de 8.000ºK. Había pues una estrella bastante menor que el Sol en cuanto al tamaño, pero con casi su misma masa, más caliente y mucho menos luminosa. La única explicación razonable para comprender su naturaleza era suponer que su densidad era altísima. De hecho, si el Sol tenía una densidad media de un gramo por centímetro cúbico, la de Sirio B debía ser algo así como un millón de veces mayor (!).

La enana blanca remanente, que dentro de unos 11.000 millones de años presidirá el reino del Sistema Solar, posee aún cierta capacidad para impedir que la fuerza gravitatoria la colapse por completo. De hecho, los electrones que forman los átomos de la estrella son arrancados de su lugar original y son estrujados tan violentamente que responden a la fuerza de gravedad actuando como una “presión cuántica” sorprendente, inhibiendo su afán de compresión y, una vez más, al igual que cuando la estrella se hallaba en la secuencia principal, permitiendo que la fuerza gravitatoria y esta extraña “presión cuántica” se contrarresten y la enana blanca siga viviendo por un tiempo más.

Esta enigmática “segunda vida” que el Sol disfrutará se prolongará, según nuestros conocimientos, varios miles de millones de años aún, hasta que toda la energía calorífica que contenga la enana blanca haya sido expulsada al espacio exterior. Cuando ello suceda, el Sol, por fin, emitirá lentamente su último aliento al Cosmos, decreciendo de manera progresiva su luminosidad hasta convertirse en una enana negra, astro frío y ya muerto que no podrá emanar nunca más ningún destello luminoso.

Resumamos ahora, en unas pocas líneas, la existencia del Sol, desde sus orígenes hasta su muerte absoluta.

Una nebulosa compuesta de gas y polvo situada en uno de los brazos espirales de la Vía Láctea, nuestra galaxia, empieza, por efecto de la fuerza de gravedad, a aglutinar muchas partículas hacia su centro, más denso que la periferia. Ese centro se hace cada vez más grande, porque a medida que aumenta su tamaño también hay más atracción gravitatoria en el centro que favorece el apresar más y más partículas de las afueras de la nebulosa. Aumentando su temperatura por la fricción entre esas partículas llega un momento en que la parte más central y densa de la región alcanza la posibilidad de iniciar reacciones nucleares y con ellas el embrión estelar empieza a brillar. Acaba de nacer el Sol. Seguidamente la estrella, un 30% más brillante en ese momento que en la actualidad, entra en la secuencia principal, etapa de su vida de gran estabilidad (obviando los ciclos de actividad variable, por supuesto, como el caso del Mínimo de Maunder, que vimos en otro artículo), pues el astro consume hidrógeno, presente en enormes cantidades (más del 70% de la masa total) y lo convierte en helio, de donde extraerá su energía. Cuando empieza a agotarse aquel, el Sol, ya de unos 10.000 millones de años de edad, empleará el helio y lo fusionará para obtener carbono. Pero como el hidrógeno aún se conserva en las capas externas de la estrella y en el interior la temperatura aumenta producto de la fusión del helio, las regiones más alejadas del centro se ven forzadas a emigrar más lejos aún. Con ello la estrella se expande, y se convierte en una gigante roja. El tiempo de permanencia del Sol en esta etapa es ínfimo: unos 1.000 millones de años. Después, la estrella padecerá continuadas y bruscas expansiones y contracciones, consecuencia del agotamiento de su “combustible nuclear”. A continuación, preludio de una nueva transformación, el Sol expulsará sus capas gaseosas al espacio, creando una nebulosa planetaria. En el centro de la nebulosa se hallará una enana blanca, astro de alta temperatura, masa similar a la del Sol o un poco menor y dimensiones planetarias, con una densidad increíble (en el tamaño de un terrón de azúcar estaría la masa de toda una montaña) y que aún seguirá brillando tenuemente durante algunos miles de millones de años, hasta que en su interior no queda nada que le otorgue energía alguna y muera definitivamente como una enana negra, un residuo, un desecho cósmico incapaz de brillar que marcará el final de la estrella, nacida de una nube de gas y polvo casi 20.000 millones de años antes.

No obstante, nuestra estrella ha proporcionado la materia necesaria para que, a partir de los restos de gas y polvo no utilizados en su formación, hayan podido originarse los planetas, los satélites, los asteroides, los cometas y demás partículas interplanetarias. Asimismo, y es algo único hasta el momento en el Universo, habrá permitido también el nacimiento y la evolución de la vida en la Tierra y habrá vislumbrado cómo una especie, la Humana, habrá llegado al umbral que separa la simple materia de la inteligencia y consciencia. Para cuando el Sol esté apagándose poco a poco y muriendo silenciosamente en el centro de un Sistema Solar oscuro y frío, sin vida y sin luz, quizá los seres humanos nos hallemos a salvo en un planeta azul bajo la tutela de una joven estrella amarilla, que nutrirá las semillas de la vida y la inteligencia durante algunos miles de millones de años más.

Bibliografía:

- Una estrella llamada Sol, G. Gamow, Biblioteca de Divulgación Científica, RBA Editores, Barcelona, 1994.
- Soles en explosión, I. Asimov, Biblioteca de Divulgación Científica, RBA Editores
(Barcelona, 1994.
- ¿Cómo nacen y mueren las estrellas?, I. Asimov, Ediciones SM, 1990.
- El mundo de las estrellas, J.L. Comellas, Equipo Sirius, Madrid, 1997.
- Cosmos, Carl Sagan, Planeta, Barcelona, 2000.

3.3.07

El regalo de Selene: Hoy, eclipse de Luna



Hoy día 3 de marzo tendremos ocasión de ver un eclipse total de luna. Este tipo de fenómenos se producen al alinearse, en este orden, el Sol la Tierra y la Luna. El cono de sombra generado por la Tierra incide directamente sobre el disco lunar, y el resultado es el oscurecimiento paulatino de nuestro satélite, que puede llegar a ser parcial afectando a una región del disco de la Luna, o total, si abarca la totalidad del mismo. Tenéis mucha información en otras páginas (como ésta, por ejemplo), donde podéis conocer a qué horas de desarrollarán las diversas fases del fenómeno.

Yo, como buen hermitaño, subiré a una colina para contemplar el fenómeno en soledad, acompañado por el croar de los sapos y las serenas estrellas , en lo que se presume será una noche cálida y tranquila.

Quien tenga la suerte de sentir un aliento cálido a su lado mientras observa cómo la Luna adquiere un tinte rojizo, mucho mejor. Este tipo de acontecimientos deberían ser disfrutados en compañía si es posible, pero también son saludables en la quietud de la soledad. Sólo tú y ese ser abstracto y complejo que llamamos Universo.

Hacia la medianoche de hoy, guardemos silencio, apaguemos las luces y dejemos que el Cosmos entre en acción.