16.10.11

Visiones infantiles



Es difícil olvidar esas primera veces que, siendo críos, miramos el cielo, percibiendo su presencia, su existencia, como algo que está ahí, distinto a nosotros, mucho más grande e infinitamente más misterioso.

Hay en ese inicial descubrimiento del Cosmos la marca del asombro. Hasta entonces el cielo no es gran cosa, no te fijas en él, no lo sientes como entidad trascendente a ti. Pero llega un momento en que, de repente, el firmamento se ilumina, adquiere forma, color y tamaño. Se hace transparente, no él, sino tu visión del mismo, quizá hacia los nueve años, o así. Reparas que allá arriba existe todo otro mundo, quizá el mundo de los mundos. Es todo un universo de posibilidades.

Notas un extraño hormigueo, un cosquilleo, como el que sentimos ante lo desconocido, fascinante y temible por igual. Y, entonces, ya no puedes olvidarlo. Las preguntas se acumulan, las respuestas de tus mayores no convencen; quieres saberlo todo, quieres abrazar el enigma, entenderlo y disolverlo.

Quieres ver más lejos, necesitas penetrar en la negrura, a la búsqueda de lo que haya allá a lo lejos: materia, energía, luz, lo que sea. Te cuestionas el por qué, te imaginas las maravillas que pueblan ese espacio aparentemente sin fin, y sueñas (lo sueñas siempre, despierto o dormido, es el sueño en mayúsculas…) con poder ir allí, con dar un pequeño paso hacia lo alto, abrirte camino a las estrellas.

Empiezas a pensar qué seres pueden habitar esos mundos distantes, planetas como la Tierra. Barruntas cómo pueden ser sus juegos, si tendrán escuelas, y si habrá niños extraterrestres mirando, al mismo tiempo que tú, el espacio y haciéndose las mismas preguntas. Hay un poder inconcebible en esta idea, la de que pueda haber otros seres pensantes allá a lo lejos. Es demasiado asombrosa para ser mera idea: debe ser cierta. Y es una idea que casi te hace llorar, por lo que implica, por lo que podría suponernos, a los terrestres, conocer a otro ser así…

La Vía Láctea es la revelación más espectacular que cualquier colegial puede hacer por sí mismo. Nunca esperas que algo “así” exista. La aparición de esa vastísima caterva de astros, innumerables, incontables, inagotables te deja sin aliento. Y esas nubes algodonadas brillantes, acompañadas por vacíos oscuros, como adheridas a un esqueleto cósmico ¿qué es todo eso? ¿De dónde ha surgido? Con la boca abierta y el cuello dolorido, te dejas llevar, y vas muy lejos… Pierdes la noción del espacio, y la del tiempo (mucho más tarde comprenderás que van unidas, como una pareja de baile…), y el universo te arrastra y enamora para siempre.

Al poco vuelves a controlar la situación. Apenas oyes unas voces que te llaman. Es mamá, que, desde dentro de casa, te pide que vayas a ayudarla a poner la mesa. Le gritas que bien, que enseguida vas. Haces caso a tu madre; pero al coger las servilletas y los cubiertos no puedes evitar mirar a través de la ventana de la cocina… Allí siguen, las estrellas: te guiñan, parecen sonreírte, te están diciendo algo. Ya sabes qué es.

Tus ojos brillan, mientras colocas los vasos sobre la mesa. Brillan casi tanto como las luces que acabas de descubrir, y que te acompañarán como amigas inseparables, también para siempre.

Ése es el Big Bang de tu particular universo. Acaba de nacer tu Cosmos.

Nútrelo como se merece, y nunca te defraudará.

Imagen: Tunç Tezel (TWAN)

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